CUENTOS COSTUMBRISTAS DE LA REGIÓN CARIBE(CÓRDOBA)
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CUENTOS COSTUMBRISTAS DE LA REGIÓN CARIBE(CÓRDOBA)
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VARIOS CUENTOS DE ESCRITORES COSTEÑOS, ENTRE ELLOS DAVID SANCHEZ JULIAO, GABRIEL GARCIA MARQUEZ, ETC....EN PAGINAS SUBSIGUIENTES......
Como un Homenaje al cumplirse, casi un mes de su muerte, a este gran hombre de corazón blando, de ancestros Judíos, que hacía latir y enorgullecer a los cordobeses de lo propio, de lo que parece común y que sólo él pudo hacerlo trascender...un profeta de historias del Sinú, que vivirá con sus relatos en nuestra mente y corazones por siempre; DAVID SANCHEZ JULIAO, ESCRITOR CORDOBÉS, (q.d.e.p.)
Entre sus obras más importantes están: El pachanga, El flecha, El flecha II el retorno (2006), Abraham al humor, Fosforito, Historias de Racamandaca y Dulce Veneno Moreno, entre otras. Traducidas a varios idiomas y ganadoras de varios premios literarios, las obras de Sanchez Juliao son un esbozo de la cultura popular de la costa norte colombiana con un enfoque particular en la región cordobesa.
http://www.4shared.com/file/105399604/64ca7c0a/El_Flecha.html
http://www.taringa.net/posts/ebooks-tutoriales/2583307/Audiolibro-_Equot;El-Pachanga_Equot;-David-Sanchez-Juliao.html
Nota: En estos enlaces puedes escuchar estos magníficos cuentos......en la próxima semana, publicare otras historias de su autoría.
Cada tema sera incluido a continuación de esta página....asi que sigue hacia abajo....
PD...ESTA SECCIÓN NACIÓ CON EL FIRME PROPOSITO DE ENALTECER Y DIFUNDIR NUESTRA CULTURA COSTEÑA, A TRAVÉS DE CUENTOS Y ANECDOTAS COSTUMBRISTAS....ETC...
VARIOS CUENTOS DE ESCRITORES COSTEÑOS, ENTRE ELLOS DAVID SANCHEZ JULIAO, GABRIEL GARCIA MARQUEZ, ETC....EN PAGINAS SUBSIGUIENTES......
Como un Homenaje al cumplirse, casi un mes de su muerte, a este gran hombre de corazón blando, de ancestros Judíos, que hacía latir y enorgullecer a los cordobeses de lo propio, de lo que parece común y que sólo él pudo hacerlo trascender...un profeta de historias del Sinú, que vivirá con sus relatos en nuestra mente y corazones por siempre; DAVID SANCHEZ JULIAO, ESCRITOR CORDOBÉS, (q.d.e.p.)
Entre sus obras más importantes están: El pachanga, El flecha, El flecha II el retorno (2006), Abraham al humor, Fosforito, Historias de Racamandaca y Dulce Veneno Moreno, entre otras. Traducidas a varios idiomas y ganadoras de varios premios literarios, las obras de Sanchez Juliao son un esbozo de la cultura popular de la costa norte colombiana con un enfoque particular en la región cordobesa.
http://www.4shared.com/file/105399604/64ca7c0a/El_Flecha.html
http://www.taringa.net/posts/ebooks-tutoriales/2583307/Audiolibro-_Equot;El-Pachanga_Equot;-David-Sanchez-Juliao.html
Nota: En estos enlaces puedes escuchar estos magníficos cuentos......en la próxima semana, publicare otras historias de su autoría.
Cada tema sera incluido a continuación de esta página....asi que sigue hacia abajo....
PD...ESTA SECCIÓN NACIÓ CON EL FIRME PROPOSITO DE ENALTECER Y DIFUNDIR NUESTRA CULTURA COSTEÑA, A TRAVÉS DE CUENTOS Y ANECDOTAS COSTUMBRISTAS....ETC...
Última edición por Cordoba el Miér 14 Mar - 18:57, editado 4 veces
LOS COLGADOS DEL PUENTE
Los colgados del puente (Cuento)
Por Blanca Brunal, (Cordobesa)
El de la derecha parecía aún sonreír, el de la izquierda no tenía camisa y el del centro mantenía bien abiertos los ojos, a punto de desprendérseles.
Los tres habían amanecido colgados de un barandal del puente. Nadie sabía quiénes eran, pero lo cierto es que tenían pinta de forasteros.
Por esa época, a principios de abril, el río estaba casi seco. Los enamorados hacían inscripciones de sus nombres removiendo con ramitas secas la arena negruzca que se extendía a sus anchas, queriendo alcanzar el hilito de agua que quedaba, con deseos de absorberlo. Y a cinco metros de altura colgaban sus pies con las puntas de los dedos hacia abajo como si en algún momento hubiesen intentado tocar la playa.
Fueron las "Chas chas", María Elena, Rosaura y Carmen Julia, mis mejores amigas, y yo, quienes los descubrimos esa mañana cuando el sol aún no daba sus señales.
Mi madre se despertaba muy temprano antes del canto del gallo. Siempre tuve la impresión de que era ella quien lo despertaba con el ruido que hacía al raspar el tinaco con una concha de coco: ras…ras…ras. Lo lavaba todos los días, le desprendía el barro y luego le echaba "alumbre" para aclarar el agua amarillenta traída del río. El ritual llegaba a su final cuando iba al traspatio por el burro, le ponía la angarilla y lo amarraba a la ventana en espera de su pasajero como si fuera un carro. Después llegaba hasta mi cuarto y apretaba fuertemente el dedo gordo de mi pie derecho. Era una caricia para que mi despertar fuera lento y así no olvidara el sueño que había tenido en la noche.
Esa maÑana, aún así, me levanté sobresaltada, en un abrir de ojos estuve encima del burro, lo hurgué y en unos minutos ya estaba en la plaza buscando a mis amigas. Sin bajarme, barriles a lado y lado, se iniciaba la misma rutina: acarrear agua del río para llenar el gran tinaco de mi casa.
Fue entonces cuando llegamos a la orilla y los vimos prendidos a cada uno con su soga apretándoles el cuello. La risa que llevábamos tuvo que devolverse por nuestras gargantas y posarse en nuestras barrigas donde nos hizo un cosquilleo interminable que alcanzó a pasarse a nuestras piernas haciéndolas temblar por un momento. Nadie dijo nada, sólo nos quedamos mirando a aquellos tipos y ellos nos miraban también aun cuando ya no lo sabían. María Elena, quizá por ser la mayor del grupo, demostró más coraje y haciéndonos señas con el dedo índice puesto en su boca para que no hiciéramos bulla, decidió acercarse a ellos y nosotras la seguimos, una junto a la otra, agarrándonos de las ropas ajenas.
Al llegar a una distancia prudente nos detuvimos. Los observamos un momento, pero luego, sin que nadie dijera algo, salimos despavoridas hacia el pueblo, debatiéndonos entre la arena, dejando olvidado al pobre burro que cargaba los barriles aún vacíos. Cuando subimos la pequeña loma, lo oímos rebuznar y fue entonces cuando yo creí que quizá también se había espantado con los tres muertos, pero no había tiempo de salvarlo, apenas contábamos con nuestras propias fuerzas para subir aquel barranco antes de que esos tipos se les diera por bajarse y empezaran a perseguirnos. Llegamos a la casa, amarillas del susto, pero antes de entrar por la puerta trasera, alcanzamos a hacer un pacto de amigas: no contaríamos a nadie lo que habíamos visto.
Yo creía en las "Chas Chas". Así fueron apodadas por el chofer de mi casa porque una vez que mi mamá había llevado desde la capital un sillón nuevo, con unos resortes que parecían cargados de electricidad, ellas lo estrenaron y desde el primer momento en que pusieron sus nalgas en él, sintieron que casi llegaban al techo, y las tres, al unísono, al ritmo de la música que se escondía en el forro plástico de cuadros rojos y negros, comenzaron a saltar: "chas, chas, chas"…
Estábamos en ese pacto secreto cuando se asomó mi madre al patio y nos gritó:
—¡Allá afuera en la calle está el burro con los barriles vacíos. Llegó solo, corriendo dizque porque vio unos muertos en el puente. La gente salió para el río a ver quiénes son los muertos!...
No había nada que hacer. Las cuatro nos miramos, corrimos hacia la calle y todavía vimos cómo bajaba gente desde la plaza, precipitada en dirección al río, queriendo saber la historia de los ahorcados.
La multitud y la algarabía hincharon mi cabeza de recuerdos y me dejé llevar por ellos: fue en ese tiempo cuando el caserío de Las Palomas dejó de ser una gema escondida entre las grietas de aquella tierra caliente para convertirse en un pueblo vital, saludado por el progreso. Esto es sabido que fue gracias a Rosendo Garcés, "El Amigo", el ganadero más prestante y poderosamente rico de la región, que aprovechando la buena relación de su padre con el presidente de turno, Gustavo Rojas Pinilla, había logrado conseguir la construcción del puente que lo llevaría a sus haciendas, al otro lado del río, en menos tiempo.
Realizar una obra de ingeniería de esta magnitud en una ciudad es motivo de ofuscación y fatiga para sus gentes, pero para los habitantes de Las Palomas, que avistaban las primeras luces de la tecnología, eso sí que era todo un acontecimiento. La ficción y la emoción alborotaron la acostumbrada tranquilidad que dormitaba en sus corazones.
La calle principal que se había ido inventando a sí misma con los pasos livianos de los transeúntes y de algunos animales, toda ella, solitaria y eterna palideció bajo el abrazo de la modernidad.
Los terrones perdieron sus formas geométricas que al azar habían tomado, y pronto no hubo ni grietas ni heridas por donde el agua bajara a refrescar el corazón de la tierra.
Sólo un amasijo de barro y hierba chamuscada, con el que los niños harían figuras para distraer su ocio, cubría tristemente el camino.
Los bulldozers de excavación, como gigantescos escarabajos de agobiante amarillo, que encandilaban a los mismos trabajadores cuando eran las doce del día, fueron llegando al lugar donde se concentraban los materiales y demás equipos. El azul de esos días era delirante, fascinante la inquietud de nuestra gente. Ni siquiera cuando llegaron por primera vez los maromeros por el río, se había cargado el ambiente de tanta adrenalina, de sudores rápidos, de alientos estupefactos, de pensamientos sobresaltados. Eran los síntomas de un verdadero jolgorio.
En aquel pueblo no se hablaba más que del hecho insólito que vivían, del aire que ahora se hendía por una estera dura que se iba desenroscando día tras día con el entusiasmo de los obreros. Ante ellos se vislumbraba un horizonte nuevo que de pronto empezaron a usar, a poseer, a cruzar de un lado para otro. Cuando se encontraban a la mitad de él, se saludaban nerviosos y concentrados, con una expresión de citadinos. Los más valientes asomaban sus dudas o sus creencias por entre las barandas, con mucho cuidado, pero nunca a alguno de los naturales de este rincón del mundo, se le ocurrió pensar que estas tendrían otra finalidad.
—¡Son forasteros! —gritó la comadre Luvi—. ¡Parece que venían por los rumbos de Junquillo!... Y con voz entrecortada por el miedo, la incertidumbre y la emoción, los describió con lujo de detalles: que sus edades oscilaban entre 20 y 25 años, que encontraron junto a ellos seis botellas de ron, que la foto de una mujer estaba envuelta en un pañuelo blanco, que… en fin, parecía que había logrado recoger todas las especulaciones que se fueron entretejiendo en el deambular de la gente de la plaza al río, mientras yo me había trasladado 10 años atrás. Y remató la comadre Luvi: —Nadie se atreve a bajarlos de allí hasta cuando llegue el alcalde.
Lo peor es que el alcalde tampoco se atrevió a bajarlos y la orden tajante fue que los muertos se quedaran colgados. Incluso, armó varias comisiones para que de allí en adelante cuidaran de ellos, por turnos, durante el día y la noche. A unos les tocaría espantar los gallinazos para que no los fueran a picotear; a otros les tocaría la labor de echarles agua todos los días cuando el sol estuviese demasiado caliente para refrescarlos, y por si acaso, evitar que alguno de ellos se prendiera como había sucedido recientemente con la casa de los Martínez.
Por lo pronto el alcalde había mandando a pedir una camisa para colocársela al ahorcado de la izquierda. Algunos sugirieron nombres de varios muchachos del pueblo que tenían su misma contextura; mencionaron a Rafael, al "Papi", al "Caricano" y a Ignacio, el que bañaba las yeguas en Puerto Peña.
Sin embargo, al colgado de la izquierda tuvieron que ponerle una camisa que lució ancha y desgarbada porque ninguno de los candidatos quiso donar una prenda suya "para colocársela a un muerto que nadie conocía" y además ¿Por qué correr el riesgo de ser confundido con él? No era extraño que pensaran así, pues el compadre Uriel Negrete no volvió a levantarse más de la cama desde aquel día en que prestó su hamaca para transportar al Mimi, quien se había caído de un tractor en la loma de Belisa después de un partido de béisbol.
Después de cuatro días de la aparición de los forasteros colgados, uno de los vigilantes sugirió al alcalde que al muerto del centro le taparan los ojos con una venda, ya que se le prendían chorros de candelas, como si se tratara del mismo diablo.
Así lo hicieron pero después llegaron a comprobar que las luces enrojecidas que perseguían al muerto todas las noches no eran otra cosa que luciérnagas perdidas en la oscuridad.
Las "Chas Chas" y yo volvimos al río, al igual que lo hizo todo el mundo en el pueblo. Después de varias semanas nos habíamos habituado a ver los tres hombres colgados y hasta nos deteníamos a contemplarlos como si toda la vida hubiesen vivido entre nosotros.
Permanecían intactos, un poco más bronceados por el sol, pero nunca dieron señal de descomposición física. Ya algunas mujeres comentaban haberlos visto en otras partes diferentes al puente: los habían visto en la plaza, a media noche, discutiendo entre ellos, tambaleándose de la borrachera; otros los habían visto enlazando unos novillos en las haciendas cercanas, mientras ellos seguían colgados a la intemperie. Un día estuvieron a punto de desplomarse con el paso de un viaje de ganado de Alejo Kerguelén que duró casi una hora atravesando el puente.
A María Elena el que más le gustaba era el de la derecha, por su sonrisa varonil y su cabello ensortijado, quizás porque lo relacionaba con el Capitán Moro, protagonista de la radionovela La Castigadora. Rosaura nunca se decidió por ninguno, para ella todos los hombres eran bellos. A Carmen Julia le encantaba el de la izquierda pero no podía expresar su gusto hacia un hombre muerto que llevaba puesta la camisa de su papá. Bastante trabajo le había costado superar el terrible recuerdo de verlo con las vísceras afuera en medio de la plaza de toros de Tres Palmas, para, ahora, abrir su corazón a una escena semejante que le removiera su dolor.
Para mí los tres eran bellos y hubiera preferido que al de la izquierda nunca le hubiesen puesto esa camisa tan fea que no le dejaba mostrar su cuerpo musculoso y brillante.
Cuando llegó el invierno, el río recuperó sus aguas, la creciente trajo con ella troncos secos, culebras anidadas en plantas flotantes y abundancia de peces.
Nosotras volvimos a bañarnos. Ahora no nos atrevíamos a hacerlo desnudas como antes por vergüenza a que nos vieran los tres ahorcados del puente; sin embargo, aprovechábamos sus sombras proyectadas en el agua y jugábamos con ellas a atraparlas; en varias ocasiones, las besamos y las acariciamos y soltábamos algunas frases románticas que habíamos oído, escondidas tras la puerta, mientras Daniel le declaraba su amor a Juanita. Y en ese encuentro delicioso con nuestro despertar de mujeres, juramos por nuestras madrecitas que no volveríamos a acarrearle ni una gota de agua más a la niña Candelaria por atreverse a decirle a todo el pueblo que descolgaran a esos tipos y los enterraran, porque nunca en su vida había visto hombres más extraños y vulgares.
El encanto que las cuatro prodigábamos hacia los colgados se acabó desde el día en que llegó otro forastero y contó con lujo de detalles la vida y las andanzas de los infortunados. Entonces el pueblo se enteró que eran tres hermanos oriundos de Pueblo Nuevo, que llevaban más de un año intentando suicidarse. Muchas veces se les impidió esa locura que siempre les llegaba después de tomarse varias botellas de ron. Todo porque los tres estaban locamente enamorados de una misma mujer que nunca les hizo caso.
Nota: Las Palomas es un Corregimiento de Montería....
Por Blanca Brunal, (Cordobesa)
El de la derecha parecía aún sonreír, el de la izquierda no tenía camisa y el del centro mantenía bien abiertos los ojos, a punto de desprendérseles.
Los tres habían amanecido colgados de un barandal del puente. Nadie sabía quiénes eran, pero lo cierto es que tenían pinta de forasteros.
Por esa época, a principios de abril, el río estaba casi seco. Los enamorados hacían inscripciones de sus nombres removiendo con ramitas secas la arena negruzca que se extendía a sus anchas, queriendo alcanzar el hilito de agua que quedaba, con deseos de absorberlo. Y a cinco metros de altura colgaban sus pies con las puntas de los dedos hacia abajo como si en algún momento hubiesen intentado tocar la playa.
Fueron las "Chas chas", María Elena, Rosaura y Carmen Julia, mis mejores amigas, y yo, quienes los descubrimos esa mañana cuando el sol aún no daba sus señales.
Mi madre se despertaba muy temprano antes del canto del gallo. Siempre tuve la impresión de que era ella quien lo despertaba con el ruido que hacía al raspar el tinaco con una concha de coco: ras…ras…ras. Lo lavaba todos los días, le desprendía el barro y luego le echaba "alumbre" para aclarar el agua amarillenta traída del río. El ritual llegaba a su final cuando iba al traspatio por el burro, le ponía la angarilla y lo amarraba a la ventana en espera de su pasajero como si fuera un carro. Después llegaba hasta mi cuarto y apretaba fuertemente el dedo gordo de mi pie derecho. Era una caricia para que mi despertar fuera lento y así no olvidara el sueño que había tenido en la noche.
Esa maÑana, aún así, me levanté sobresaltada, en un abrir de ojos estuve encima del burro, lo hurgué y en unos minutos ya estaba en la plaza buscando a mis amigas. Sin bajarme, barriles a lado y lado, se iniciaba la misma rutina: acarrear agua del río para llenar el gran tinaco de mi casa.
Fue entonces cuando llegamos a la orilla y los vimos prendidos a cada uno con su soga apretándoles el cuello. La risa que llevábamos tuvo que devolverse por nuestras gargantas y posarse en nuestras barrigas donde nos hizo un cosquilleo interminable que alcanzó a pasarse a nuestras piernas haciéndolas temblar por un momento. Nadie dijo nada, sólo nos quedamos mirando a aquellos tipos y ellos nos miraban también aun cuando ya no lo sabían. María Elena, quizá por ser la mayor del grupo, demostró más coraje y haciéndonos señas con el dedo índice puesto en su boca para que no hiciéramos bulla, decidió acercarse a ellos y nosotras la seguimos, una junto a la otra, agarrándonos de las ropas ajenas.
Al llegar a una distancia prudente nos detuvimos. Los observamos un momento, pero luego, sin que nadie dijera algo, salimos despavoridas hacia el pueblo, debatiéndonos entre la arena, dejando olvidado al pobre burro que cargaba los barriles aún vacíos. Cuando subimos la pequeña loma, lo oímos rebuznar y fue entonces cuando yo creí que quizá también se había espantado con los tres muertos, pero no había tiempo de salvarlo, apenas contábamos con nuestras propias fuerzas para subir aquel barranco antes de que esos tipos se les diera por bajarse y empezaran a perseguirnos. Llegamos a la casa, amarillas del susto, pero antes de entrar por la puerta trasera, alcanzamos a hacer un pacto de amigas: no contaríamos a nadie lo que habíamos visto.
Yo creía en las "Chas Chas". Así fueron apodadas por el chofer de mi casa porque una vez que mi mamá había llevado desde la capital un sillón nuevo, con unos resortes que parecían cargados de electricidad, ellas lo estrenaron y desde el primer momento en que pusieron sus nalgas en él, sintieron que casi llegaban al techo, y las tres, al unísono, al ritmo de la música que se escondía en el forro plástico de cuadros rojos y negros, comenzaron a saltar: "chas, chas, chas"…
Estábamos en ese pacto secreto cuando se asomó mi madre al patio y nos gritó:
—¡Allá afuera en la calle está el burro con los barriles vacíos. Llegó solo, corriendo dizque porque vio unos muertos en el puente. La gente salió para el río a ver quiénes son los muertos!...
No había nada que hacer. Las cuatro nos miramos, corrimos hacia la calle y todavía vimos cómo bajaba gente desde la plaza, precipitada en dirección al río, queriendo saber la historia de los ahorcados.
La multitud y la algarabía hincharon mi cabeza de recuerdos y me dejé llevar por ellos: fue en ese tiempo cuando el caserío de Las Palomas dejó de ser una gema escondida entre las grietas de aquella tierra caliente para convertirse en un pueblo vital, saludado por el progreso. Esto es sabido que fue gracias a Rosendo Garcés, "El Amigo", el ganadero más prestante y poderosamente rico de la región, que aprovechando la buena relación de su padre con el presidente de turno, Gustavo Rojas Pinilla, había logrado conseguir la construcción del puente que lo llevaría a sus haciendas, al otro lado del río, en menos tiempo.
Realizar una obra de ingeniería de esta magnitud en una ciudad es motivo de ofuscación y fatiga para sus gentes, pero para los habitantes de Las Palomas, que avistaban las primeras luces de la tecnología, eso sí que era todo un acontecimiento. La ficción y la emoción alborotaron la acostumbrada tranquilidad que dormitaba en sus corazones.
La calle principal que se había ido inventando a sí misma con los pasos livianos de los transeúntes y de algunos animales, toda ella, solitaria y eterna palideció bajo el abrazo de la modernidad.
Los terrones perdieron sus formas geométricas que al azar habían tomado, y pronto no hubo ni grietas ni heridas por donde el agua bajara a refrescar el corazón de la tierra.
Sólo un amasijo de barro y hierba chamuscada, con el que los niños harían figuras para distraer su ocio, cubría tristemente el camino.
Los bulldozers de excavación, como gigantescos escarabajos de agobiante amarillo, que encandilaban a los mismos trabajadores cuando eran las doce del día, fueron llegando al lugar donde se concentraban los materiales y demás equipos. El azul de esos días era delirante, fascinante la inquietud de nuestra gente. Ni siquiera cuando llegaron por primera vez los maromeros por el río, se había cargado el ambiente de tanta adrenalina, de sudores rápidos, de alientos estupefactos, de pensamientos sobresaltados. Eran los síntomas de un verdadero jolgorio.
En aquel pueblo no se hablaba más que del hecho insólito que vivían, del aire que ahora se hendía por una estera dura que se iba desenroscando día tras día con el entusiasmo de los obreros. Ante ellos se vislumbraba un horizonte nuevo que de pronto empezaron a usar, a poseer, a cruzar de un lado para otro. Cuando se encontraban a la mitad de él, se saludaban nerviosos y concentrados, con una expresión de citadinos. Los más valientes asomaban sus dudas o sus creencias por entre las barandas, con mucho cuidado, pero nunca a alguno de los naturales de este rincón del mundo, se le ocurrió pensar que estas tendrían otra finalidad.
—¡Son forasteros! —gritó la comadre Luvi—. ¡Parece que venían por los rumbos de Junquillo!... Y con voz entrecortada por el miedo, la incertidumbre y la emoción, los describió con lujo de detalles: que sus edades oscilaban entre 20 y 25 años, que encontraron junto a ellos seis botellas de ron, que la foto de una mujer estaba envuelta en un pañuelo blanco, que… en fin, parecía que había logrado recoger todas las especulaciones que se fueron entretejiendo en el deambular de la gente de la plaza al río, mientras yo me había trasladado 10 años atrás. Y remató la comadre Luvi: —Nadie se atreve a bajarlos de allí hasta cuando llegue el alcalde.
Lo peor es que el alcalde tampoco se atrevió a bajarlos y la orden tajante fue que los muertos se quedaran colgados. Incluso, armó varias comisiones para que de allí en adelante cuidaran de ellos, por turnos, durante el día y la noche. A unos les tocaría espantar los gallinazos para que no los fueran a picotear; a otros les tocaría la labor de echarles agua todos los días cuando el sol estuviese demasiado caliente para refrescarlos, y por si acaso, evitar que alguno de ellos se prendiera como había sucedido recientemente con la casa de los Martínez.
Por lo pronto el alcalde había mandando a pedir una camisa para colocársela al ahorcado de la izquierda. Algunos sugirieron nombres de varios muchachos del pueblo que tenían su misma contextura; mencionaron a Rafael, al "Papi", al "Caricano" y a Ignacio, el que bañaba las yeguas en Puerto Peña.
Sin embargo, al colgado de la izquierda tuvieron que ponerle una camisa que lució ancha y desgarbada porque ninguno de los candidatos quiso donar una prenda suya "para colocársela a un muerto que nadie conocía" y además ¿Por qué correr el riesgo de ser confundido con él? No era extraño que pensaran así, pues el compadre Uriel Negrete no volvió a levantarse más de la cama desde aquel día en que prestó su hamaca para transportar al Mimi, quien se había caído de un tractor en la loma de Belisa después de un partido de béisbol.
Después de cuatro días de la aparición de los forasteros colgados, uno de los vigilantes sugirió al alcalde que al muerto del centro le taparan los ojos con una venda, ya que se le prendían chorros de candelas, como si se tratara del mismo diablo.
Así lo hicieron pero después llegaron a comprobar que las luces enrojecidas que perseguían al muerto todas las noches no eran otra cosa que luciérnagas perdidas en la oscuridad.
Las "Chas Chas" y yo volvimos al río, al igual que lo hizo todo el mundo en el pueblo. Después de varias semanas nos habíamos habituado a ver los tres hombres colgados y hasta nos deteníamos a contemplarlos como si toda la vida hubiesen vivido entre nosotros.
Permanecían intactos, un poco más bronceados por el sol, pero nunca dieron señal de descomposición física. Ya algunas mujeres comentaban haberlos visto en otras partes diferentes al puente: los habían visto en la plaza, a media noche, discutiendo entre ellos, tambaleándose de la borrachera; otros los habían visto enlazando unos novillos en las haciendas cercanas, mientras ellos seguían colgados a la intemperie. Un día estuvieron a punto de desplomarse con el paso de un viaje de ganado de Alejo Kerguelén que duró casi una hora atravesando el puente.
A María Elena el que más le gustaba era el de la derecha, por su sonrisa varonil y su cabello ensortijado, quizás porque lo relacionaba con el Capitán Moro, protagonista de la radionovela La Castigadora. Rosaura nunca se decidió por ninguno, para ella todos los hombres eran bellos. A Carmen Julia le encantaba el de la izquierda pero no podía expresar su gusto hacia un hombre muerto que llevaba puesta la camisa de su papá. Bastante trabajo le había costado superar el terrible recuerdo de verlo con las vísceras afuera en medio de la plaza de toros de Tres Palmas, para, ahora, abrir su corazón a una escena semejante que le removiera su dolor.
Para mí los tres eran bellos y hubiera preferido que al de la izquierda nunca le hubiesen puesto esa camisa tan fea que no le dejaba mostrar su cuerpo musculoso y brillante.
Cuando llegó el invierno, el río recuperó sus aguas, la creciente trajo con ella troncos secos, culebras anidadas en plantas flotantes y abundancia de peces.
Nosotras volvimos a bañarnos. Ahora no nos atrevíamos a hacerlo desnudas como antes por vergüenza a que nos vieran los tres ahorcados del puente; sin embargo, aprovechábamos sus sombras proyectadas en el agua y jugábamos con ellas a atraparlas; en varias ocasiones, las besamos y las acariciamos y soltábamos algunas frases románticas que habíamos oído, escondidas tras la puerta, mientras Daniel le declaraba su amor a Juanita. Y en ese encuentro delicioso con nuestro despertar de mujeres, juramos por nuestras madrecitas que no volveríamos a acarrearle ni una gota de agua más a la niña Candelaria por atreverse a decirle a todo el pueblo que descolgaran a esos tipos y los enterraran, porque nunca en su vida había visto hombres más extraños y vulgares.
El encanto que las cuatro prodigábamos hacia los colgados se acabó desde el día en que llegó otro forastero y contó con lujo de detalles la vida y las andanzas de los infortunados. Entonces el pueblo se enteró que eran tres hermanos oriundos de Pueblo Nuevo, que llevaban más de un año intentando suicidarse. Muchas veces se les impidió esa locura que siempre les llegaba después de tomarse varias botellas de ron. Todo porque los tres estaban locamente enamorados de una misma mujer que nunca les hizo caso.
Nota: Las Palomas es un Corregimiento de Montería....
LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE “EL VORQUE”.
CUENTO
Autor: DAVID SÁNCHEZ JULIAO
DE LORICA - CÓRDOBA
EL VORQUE:
“No, no, no, mire: le voy a decir porqué. Cuando voy por la calle, los corrillos de las esquinas me dicen –como si me echaran un piropo--: ‘El Vorqueta, alias Bedoya’. Mire cómo son las cosas de la gente: el alias lo han vuelto sobrenombre... y el sobrenombre me lo han vuelto nombre. Cuando la cosa debería ser al revés, ¿no es verdad?: ‘Bedoya, alias El Vorqueta’. Además que... siga fijándose: Hay unos que han ido todavía más lejos, porque ya no me dicen ‘alias’ sino ‘arias’... Todo eso, aparte de que me han achicado el nombre, de Vorqueta a Vorque. Así que la cosa, cuando paso frente a los corrillos de la Calle de la Cruz, queda así: Bedoya, arias El Vorque. ¿Se fija? Ya el asunto se ha vuelto tan complicado, que el otro día fui a la tienda de los antioqueños de la plaza a comprar una libra de cerdo (porque, le digo: los antioqueños son los únicos que tienen matanza diaria de cerdo en San Sebastián)... y el antioqueño que vende ahí me fue saludando, ¿sabe cómo? Así, dizque ‘Buenos días, señor Arias’. Fíjese, pues, cómo se ha ido enredando el asunto de mi nombre. Y le aseguro: esto que le digo es apenas el comienzo”
DAVID SÁNCHEZ JULIAO....
Su verdadero nombre, más allá de alias y remoquetes, es Hernán Bedoya Correa. Es uno de esos seres destinados al anonimato en cualquiera de los pequeños poblados de la Costa Atlántica colombiana. Hernán, más conocido en San Sebastián, corregimiento de Lorica, como El Vorqueta, sobrevivió a esa condena, gracias a lo que algunos llaman “La redención del articulado”. Explico la enrevesada expresión: todo aquel que en estos pueblos carga --por disposición de la gente-- el artículo definido El, seguido del apodo, se redime del anonimato en el sobrenombre. Es decir, en San Sebastián sólo habrá un Vorqueta, y en la Costa Atlántica colombiana, en América y el mundo, ese Vorqueta será El Vorqueta; un ser único, inconfundible, idéntico, esencialmente él y sólo él. Tanto así, que al no concebirse sin su apodo, lo exige, y estimula su uso, como remedio para sentirse vivo.
[img][/img]
[EL VORQUE:
“Porque, ¿sabe qué?, a mí al principio me chocaba que me dijeran así. Hasta feo me sonaba. Porque no era Vorqueta que me decían, como ahora me llamo, sino que me llamaban como a los camiones areneros: El Volqueta, lo que en otros sitios llaman ‘camiones de volteo’. Mire, y le juro, tanto me chocaba, que una vez corretié por todo el pueblo a Juan, el electricista, a ese que llaman El Sinpensar, y al que mi compadre Tito Alegría bautizó como Frijolito, y al que otros llaman Caremosquito... bueno, a ese, lo corretié por todo San Sebastián porque un día me llamó así, Volqueta. . Pero, eso, claro, fue al principio. Con el tiempo, sabe, me di cuenta de que empezaba a gustarme el asunto y que me estaba volviendo importante. Todo ese cambio empezó, cuando jugamos en la plaza un partido de soft-ball, en el que yo picheaba... y ganamos, 5 a 4. Yo salvé el partido, con tres ponches seguidos en el último inning. Todos corrieron a felicitarme y me cargaron en hombros, y desde las graderías me gritaban, ‘¡Bien, Vorque, bien, bien Vorque, bien!’ Ese día, con aquello de Vorque, me di cuenta de que la que gente me quería, y que me quería como Vorqueta. De ahí en adelante, casi correteo otra vez al Caremosquito y al maestro Mariano, el carpintero, porque en un velorio se atrevieron a llamarme Hernán. Claro, lo hice por fregar, para que me siguieran llamando Vorqueta. Oiga, pero ¿usted ya les contó a sus amigos por qué es que a mí me dicen El Vorque?”
DAVID SÁNCHEZ JULIAO:
No hay en San Sebastián quien no lo sepa. Por dos motivos: primero, porque la figura de Hernán es inconfundible, y está ligada a la razón de su sobrenombre y a la Historia misma del pueblo. Y Segundo, porque la anécdota que narra las razones por las que terminó llamándose así, es, por demás, hilarante y graciosa; además de que denota el estupendo sentido del humor existente en la comunidad que lo rebautizó. Y es que, en últimas, no se sabe quién ni a qué horas dictaminó, en la plaza o en una esquina, que Hernán Bedoya Correa se parecía a la volqueta de don Laudín Velazco; un vetusto automotor que se usaba para acarrear arena desde el río hasta el pueblo durante el día. Que quede muy claro: sólo durante el día, pues al automotor, como al Vorqueta, le fallaban las luces. Otro carro la había estrellado. Un Willys 52 de Lorica, de esos que hace muchos años vendía Sanchecé, le había dado un golpe en la farola izquierda, y la volqueta había quedado tuerta, cosa que a don Laudín, el propietario, y al chofer que la manejaba, poco les importó, pues al fin y al cabo el automotor sólo trabajaba durante el día. Igual que poco le importó a Hernán Bedoya, cuando niño, que su ojo derecho empezara a inclinarse hacia el estrabismo. “Nací así, con bizquera –pienso que él pensó, en uso de una lógica de la fatalidad-- ... nací y así y qué le vamos a hacer”. Como a aquella volqueta que muchos años después habría de regalarle un nuevo nombre, a Hernán empezó a achicharrársele un ojo; digamos que una farola, la izquierda, la misma de la volqueta de don Laudín, que jamás, como El Vorqueta de carne y hueso, trabajó de noche.
EL VORQUE: “Ajá, yo nací así, ¿verdad?, y... ¿entonces, qué? Nada. Pero vuelva a fijarse en cómo son las cosas: hasta me convino, porque el ojo picho me dio el nombre. Y ese nombre, créalo que no, me ha dado trabajo. ¿Qué porqué? Ajá, porque así es la gente. Con eso de que me llaman El Vorque, ajá, usted sabe, la gente se ríe cuando le cuentan el porqué, y entonces me llaman a mí para que les cuente la historia, y se mueren de la risa con el cuento, porque todos ellos conocieron al propio don Laudín, que en paz descanse, conocieron la volqueta que él trajo hace muchos años a San Sebastián, y recuerdan que la volqueta era tuerta, así como yo, y... bueno, todas esas cosas. ¿Y sabe qué? Hasta me entran a las casas los señores y las señoras, los dones y las doñas... y ahí empiezan: que Vorque, corre la meseta de esa planta para acá, así, así, así no, a lo contrario, con las hojas más bonitas para acá... que Vorque, hoy tampoco vino el agua, que vete al río a traerme unos cinco calambucos para que me riegues el resto de las matas... que Vorque, como me dijeron que tú tienes idea de albañilería, toma este billete, y ve y compra una media bolsa de cemento y unas dos latas de arena para que me arregles el murito de afuera, que ya está tan escarraspelado que hasta vergüenza da con la señora Candelaria, la vecina de la tienda, la mamá de Wilson y suegra de Katya... que Vorque, ve con William adonde don Abelardo y que mande una docena de cervezas y que me las apunte a la cuenta, y si no pueden con ellas, díganle al Gallo, el chofer, el papá del Pollito, que les haga la carrera en su taxi-jeep, que Vorque, ve a ver si ya mi comadre Cocho terminó la olla de barro que me estaba haciendo... y así. Así me he conseguido muchos trabajos. Y, ¿sabe qué?, se corrió la bola también de que yo, cuando estoy trabajando, voy contando la historia de mi nombre con tanta gracia y tanta resignación que los hago reír. De modo que para mí, para remate, hay siempre un plato de comida, ese que aquí llaman El plato del forastero, que las cocineras siempre guardan encima de la alacena por si alguna visita se presenta sin avisar. Bueno...ese plato me lo dan a mí; y como también soy técnico comentarista de soft-ball, mientras trabajo voy contando todo lo que sucedió en los partidos de la plaza el domingo anterior. No crea, eso de que me digan El Vorque, y de que yo lo acepte sin ponerme bravo, me ha ayudado mucho en la vida, mejor dicho, ha sido todo para mí. Mi sobrenombre, como le digo, es todo, todito, sin él, créamelo, no podría vivir... ni comer. No, no se ría, que es la verdad”.
DAVID SANCHEZ JULIAO:
Tras la hilarante historia que de sí mismo cuenta Hernán Bedoya Correa hay, como la hay detrás de cada habitante del inmenso valle del río Sinú, una tragedia que parece no ser tal, debido al ánimo liviano y lúdico con que se enfrenta. Hernán es hijo único y vive con su madre enferma. No solamente lleva algunos pesos a la casa para aliviar la solemne pobreza del hogar de techo de palma seca y paredes de bahareque, sino que también alivia el hambre propia y la de su madre haciendo lo que usualmente sólo hacen las mujeres en esta tierra de machos redomados: lavar y cocinar. El Vorque, más allá del fácil alborozo de su verbo, afronta aquellas responsabilidades con alegría y estoicismo. Y pensar, dice a veces, que en las telenovelas hay gente que se queja por menos. Él, en cambio, ha hecho de cada tragedia una oportunidad. Es inevitable que pensemos en el jorobado de Nuestra Señora de París, o en Rigoletto, cuando escuchamos hablar al Vorqueta. Como, también, es inevitable que pensemos en que ambos, el de la obra literaria y el de la ópera, se quedan cortos ante este Vorque del Sinú colombiano, un personaje, igual que aquellos, de dimensión universal.
EL VORQUE: “Y, mire lo que es la vida: pensar que yo antes me ponía bravo porque me decían Vorqueta. Hasta que me di de cuenta de que cada cual se gana la vida a punta de algo. Yo me la gano a punta de ojo tuerto. La verdad es que a buena hora nací tuerto. ¡Lo mal que me habría ido en la vida adonde hubiera llegado a nacer normal! Sí, porque yo seré tuerto del ojo, pero de la mente soy... mire: más avispao que un parasco de abejas africanas; yo sí sé de la importancia de llamarse uno... El Vorque....Aja, ya le conté todo, ¿no tiene por ahí un mandadito que mandar a hacer? O, si no le llegó visita hoy, y le sobra de casualidad el plato del forastero... yo me lo como, ante de que lo bote a la basura”
FIN♥
Autor: DAVID SÁNCHEZ JULIAO
DE LORICA - CÓRDOBA
EL VORQUE:
“No, no, no, mire: le voy a decir porqué. Cuando voy por la calle, los corrillos de las esquinas me dicen –como si me echaran un piropo--: ‘El Vorqueta, alias Bedoya’. Mire cómo son las cosas de la gente: el alias lo han vuelto sobrenombre... y el sobrenombre me lo han vuelto nombre. Cuando la cosa debería ser al revés, ¿no es verdad?: ‘Bedoya, alias El Vorqueta’. Además que... siga fijándose: Hay unos que han ido todavía más lejos, porque ya no me dicen ‘alias’ sino ‘arias’... Todo eso, aparte de que me han achicado el nombre, de Vorqueta a Vorque. Así que la cosa, cuando paso frente a los corrillos de la Calle de la Cruz, queda así: Bedoya, arias El Vorque. ¿Se fija? Ya el asunto se ha vuelto tan complicado, que el otro día fui a la tienda de los antioqueños de la plaza a comprar una libra de cerdo (porque, le digo: los antioqueños son los únicos que tienen matanza diaria de cerdo en San Sebastián)... y el antioqueño que vende ahí me fue saludando, ¿sabe cómo? Así, dizque ‘Buenos días, señor Arias’. Fíjese, pues, cómo se ha ido enredando el asunto de mi nombre. Y le aseguro: esto que le digo es apenas el comienzo”
DAVID SÁNCHEZ JULIAO....
Su verdadero nombre, más allá de alias y remoquetes, es Hernán Bedoya Correa. Es uno de esos seres destinados al anonimato en cualquiera de los pequeños poblados de la Costa Atlántica colombiana. Hernán, más conocido en San Sebastián, corregimiento de Lorica, como El Vorqueta, sobrevivió a esa condena, gracias a lo que algunos llaman “La redención del articulado”. Explico la enrevesada expresión: todo aquel que en estos pueblos carga --por disposición de la gente-- el artículo definido El, seguido del apodo, se redime del anonimato en el sobrenombre. Es decir, en San Sebastián sólo habrá un Vorqueta, y en la Costa Atlántica colombiana, en América y el mundo, ese Vorqueta será El Vorqueta; un ser único, inconfundible, idéntico, esencialmente él y sólo él. Tanto así, que al no concebirse sin su apodo, lo exige, y estimula su uso, como remedio para sentirse vivo.
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[EL VORQUE:
“Porque, ¿sabe qué?, a mí al principio me chocaba que me dijeran así. Hasta feo me sonaba. Porque no era Vorqueta que me decían, como ahora me llamo, sino que me llamaban como a los camiones areneros: El Volqueta, lo que en otros sitios llaman ‘camiones de volteo’. Mire, y le juro, tanto me chocaba, que una vez corretié por todo el pueblo a Juan, el electricista, a ese que llaman El Sinpensar, y al que mi compadre Tito Alegría bautizó como Frijolito, y al que otros llaman Caremosquito... bueno, a ese, lo corretié por todo San Sebastián porque un día me llamó así, Volqueta. . Pero, eso, claro, fue al principio. Con el tiempo, sabe, me di cuenta de que empezaba a gustarme el asunto y que me estaba volviendo importante. Todo ese cambio empezó, cuando jugamos en la plaza un partido de soft-ball, en el que yo picheaba... y ganamos, 5 a 4. Yo salvé el partido, con tres ponches seguidos en el último inning. Todos corrieron a felicitarme y me cargaron en hombros, y desde las graderías me gritaban, ‘¡Bien, Vorque, bien, bien Vorque, bien!’ Ese día, con aquello de Vorque, me di cuenta de que la que gente me quería, y que me quería como Vorqueta. De ahí en adelante, casi correteo otra vez al Caremosquito y al maestro Mariano, el carpintero, porque en un velorio se atrevieron a llamarme Hernán. Claro, lo hice por fregar, para que me siguieran llamando Vorqueta. Oiga, pero ¿usted ya les contó a sus amigos por qué es que a mí me dicen El Vorque?”
DAVID SÁNCHEZ JULIAO:
No hay en San Sebastián quien no lo sepa. Por dos motivos: primero, porque la figura de Hernán es inconfundible, y está ligada a la razón de su sobrenombre y a la Historia misma del pueblo. Y Segundo, porque la anécdota que narra las razones por las que terminó llamándose así, es, por demás, hilarante y graciosa; además de que denota el estupendo sentido del humor existente en la comunidad que lo rebautizó. Y es que, en últimas, no se sabe quién ni a qué horas dictaminó, en la plaza o en una esquina, que Hernán Bedoya Correa se parecía a la volqueta de don Laudín Velazco; un vetusto automotor que se usaba para acarrear arena desde el río hasta el pueblo durante el día. Que quede muy claro: sólo durante el día, pues al automotor, como al Vorqueta, le fallaban las luces. Otro carro la había estrellado. Un Willys 52 de Lorica, de esos que hace muchos años vendía Sanchecé, le había dado un golpe en la farola izquierda, y la volqueta había quedado tuerta, cosa que a don Laudín, el propietario, y al chofer que la manejaba, poco les importó, pues al fin y al cabo el automotor sólo trabajaba durante el día. Igual que poco le importó a Hernán Bedoya, cuando niño, que su ojo derecho empezara a inclinarse hacia el estrabismo. “Nací así, con bizquera –pienso que él pensó, en uso de una lógica de la fatalidad-- ... nací y así y qué le vamos a hacer”. Como a aquella volqueta que muchos años después habría de regalarle un nuevo nombre, a Hernán empezó a achicharrársele un ojo; digamos que una farola, la izquierda, la misma de la volqueta de don Laudín, que jamás, como El Vorqueta de carne y hueso, trabajó de noche.
EL VORQUE: “Ajá, yo nací así, ¿verdad?, y... ¿entonces, qué? Nada. Pero vuelva a fijarse en cómo son las cosas: hasta me convino, porque el ojo picho me dio el nombre. Y ese nombre, créalo que no, me ha dado trabajo. ¿Qué porqué? Ajá, porque así es la gente. Con eso de que me llaman El Vorque, ajá, usted sabe, la gente se ríe cuando le cuentan el porqué, y entonces me llaman a mí para que les cuente la historia, y se mueren de la risa con el cuento, porque todos ellos conocieron al propio don Laudín, que en paz descanse, conocieron la volqueta que él trajo hace muchos años a San Sebastián, y recuerdan que la volqueta era tuerta, así como yo, y... bueno, todas esas cosas. ¿Y sabe qué? Hasta me entran a las casas los señores y las señoras, los dones y las doñas... y ahí empiezan: que Vorque, corre la meseta de esa planta para acá, así, así, así no, a lo contrario, con las hojas más bonitas para acá... que Vorque, hoy tampoco vino el agua, que vete al río a traerme unos cinco calambucos para que me riegues el resto de las matas... que Vorque, como me dijeron que tú tienes idea de albañilería, toma este billete, y ve y compra una media bolsa de cemento y unas dos latas de arena para que me arregles el murito de afuera, que ya está tan escarraspelado que hasta vergüenza da con la señora Candelaria, la vecina de la tienda, la mamá de Wilson y suegra de Katya... que Vorque, ve con William adonde don Abelardo y que mande una docena de cervezas y que me las apunte a la cuenta, y si no pueden con ellas, díganle al Gallo, el chofer, el papá del Pollito, que les haga la carrera en su taxi-jeep, que Vorque, ve a ver si ya mi comadre Cocho terminó la olla de barro que me estaba haciendo... y así. Así me he conseguido muchos trabajos. Y, ¿sabe qué?, se corrió la bola también de que yo, cuando estoy trabajando, voy contando la historia de mi nombre con tanta gracia y tanta resignación que los hago reír. De modo que para mí, para remate, hay siempre un plato de comida, ese que aquí llaman El plato del forastero, que las cocineras siempre guardan encima de la alacena por si alguna visita se presenta sin avisar. Bueno...ese plato me lo dan a mí; y como también soy técnico comentarista de soft-ball, mientras trabajo voy contando todo lo que sucedió en los partidos de la plaza el domingo anterior. No crea, eso de que me digan El Vorque, y de que yo lo acepte sin ponerme bravo, me ha ayudado mucho en la vida, mejor dicho, ha sido todo para mí. Mi sobrenombre, como le digo, es todo, todito, sin él, créamelo, no podría vivir... ni comer. No, no se ría, que es la verdad”.
DAVID SANCHEZ JULIAO:
Tras la hilarante historia que de sí mismo cuenta Hernán Bedoya Correa hay, como la hay detrás de cada habitante del inmenso valle del río Sinú, una tragedia que parece no ser tal, debido al ánimo liviano y lúdico con que se enfrenta. Hernán es hijo único y vive con su madre enferma. No solamente lleva algunos pesos a la casa para aliviar la solemne pobreza del hogar de techo de palma seca y paredes de bahareque, sino que también alivia el hambre propia y la de su madre haciendo lo que usualmente sólo hacen las mujeres en esta tierra de machos redomados: lavar y cocinar. El Vorque, más allá del fácil alborozo de su verbo, afronta aquellas responsabilidades con alegría y estoicismo. Y pensar, dice a veces, que en las telenovelas hay gente que se queja por menos. Él, en cambio, ha hecho de cada tragedia una oportunidad. Es inevitable que pensemos en el jorobado de Nuestra Señora de París, o en Rigoletto, cuando escuchamos hablar al Vorqueta. Como, también, es inevitable que pensemos en que ambos, el de la obra literaria y el de la ópera, se quedan cortos ante este Vorque del Sinú colombiano, un personaje, igual que aquellos, de dimensión universal.
EL VORQUE: “Y, mire lo que es la vida: pensar que yo antes me ponía bravo porque me decían Vorqueta. Hasta que me di de cuenta de que cada cual se gana la vida a punta de algo. Yo me la gano a punta de ojo tuerto. La verdad es que a buena hora nací tuerto. ¡Lo mal que me habría ido en la vida adonde hubiera llegado a nacer normal! Sí, porque yo seré tuerto del ojo, pero de la mente soy... mire: más avispao que un parasco de abejas africanas; yo sí sé de la importancia de llamarse uno... El Vorque....Aja, ya le conté todo, ¿no tiene por ahí un mandadito que mandar a hacer? O, si no le llegó visita hoy, y le sobra de casualidad el plato del forastero... yo me lo como, ante de que lo bote a la basura”
FIN♥
EL HOMBRE QUE SE VOLVIO TIGRE
EL HOMBRE QUE SE VOLVIÓ TIGRE EN NUEVA GRANADA MAGDALENA.
AUTOR: RAÚL OSPINO RANGEL.
PROSPERO FARAON ACUÑA VILLALOBOS, nació en Nueva Granada Magdalena, a comienzos del siglo XX. Vivía de la agricultura, pero desde joven se entusiasmó por las ciencias ocultas, aprovechando la clarividencia que tuvo desde temprana edad. Hecho hombre se fue para la Guajira, allí enredado con indígenas acentuó sus conocimientos de botánico, curandero, yervatero, rezandero, brujería etc. También aprendió con los indios Chimilas que habitan el Magdalena. Fue hombre mujeriego, engendró 42 hijos con distintas mujeres, murió en Nueva Granada en 1994, de muerte natural. Además de curar con secretos, también era alquimista, fabricaba monedas y billetes. Al regresar de la Guajira, fue cuando su nombre empezó a sonar en la región, como un medico de importancia que lo curaba todo, y que sus conocimientos ocultos solo los utilizaba para hacer el bien. Tenía libros medicinales, además contaba con una bola de cristal con la cual veía todo los órganos internos de las personas, bola de cristal que detectaba las enfermedades y hechicerías. La vida de Prospero Acuña Villalobos, transcurría normal, con muchos éxitos médicos, con mucha fama en la región, hasta que ocurrió un incidente en el caserío de Las Mulas, jurisdicción de Plato Magdalena, hoy pertenece a San Ángel, incidente que transformó su vida por completo. Había en Las Mulas, un brujo apodado “El Amiguito” , compañero de trabajo de Prospero Acuña. “El Amiguito” para la época era el curandero del joven Eugenio Baena, residente en el mismo caserío, encontrándose muy enfermo de un mal desconocido. Sucede que Eugenio Baena, se le salió de las manos a su medico de cabecera, y a los pocos días murió. Cuando Prospero Acuña, llega al caserío de Las Mulas, encuentra el velorio y al joven Baena, metido en el cajón. Entró Prospero Acuña, a la sal de velación, al observar la cara inocente del muchacho, le jaló los cabellos, preguntando de inmediato: ¿Quién es el curandero de este muchacho? Enseguida “El Amiguito” se levantó del asiento y respondiéndole: Yo. Prospero Acuña, lo deslució manifestándole: Este muchacho tiene vida, no está muerto, lo que está es privao. Prospero Acuña, llamó a los padres de Eugenio Baena, y les dijo: Yo le doy vida al joven, siempre y cuando me permitan mocharle la mano. Los padres de Eugenio, estuvieron de acuerdo. Con solo mocharle la mano, al cabo de dos horas el muchacho empezó a respirar, siendo resucitado por la clarividencia de Prospero Acuña. Este percance provocó la ira y la enemistad de “El Amiguito” contra su compañero de trabajo. De aquí en adelante buscó todas las formas de desquitarse, porque lo había hecho quedar mal ante su comunidad. Las curaciones de Prospero Acuña, crecían, su bola de cristal y sus secretos no fallaban, reinaba como el mejor medico de la región, sus libros eran envidiados por los demás curanderos, su vida estaba llena de triunfos. Con sus juegos de mano divertía y recreaba a la gente. Ponía a correr a los muchachos del pueblo, introduciendo monedas en su sombrero, les decía que si alguno de ellos lograba agarrar al sombrero, se ganaba las monedas; de inmediato lanzaba el sombrero por el aire, salían los pelaos detrás del sombrero, cuando ya le iban dando alcance, el sombrero se elevaba más y regresaba a las manos de Prospero, nunca lo alcanzaban, mas sin embargo él regalaba las monedas a los entusiasmados muchachos. También fabricaba ungüentos, jarabes botánicos. Se escondía detrás de una escoba sin que nadie lo viera, se hacía invisible, amarraba un novillo en un machete, bromeaba a los amigos pegándolos en los taburetes. “El Amiguito” esperó que Prospero Acuña, regresara de nuevo a Las Mulas, estando allí lo invitó a tomar licor en casa de su comadre de sacramento, mujer que se prestó para que “El Amiguito” lo embrujara con un brebaje malicioso que contenía huevo de tigre. La casa de su comadre fue la perdición de Prospero Acuña, porque entre trago y trago le dieron a beber chicha en una totuma de orinar, que usaban las mujeres de antes. Ahí fue cuando Prospero Acuña, perdió el juicio, perdió el rumbo de la vida, ahí fue cuando se volvió tigre. Se volvió tigre no con pintas, sino con arrugas y ruyendo como tigre. En esa condición de tigre duró un año, la mayor parte en las montañas de Las Mulas, San Ángel y Nueva Granada, región centro del Magdalena. Asustaba a la gente, maltrataba los puercos, que chillaban cuando los agarraba.
La familia de Prospero Acuña, se preocupó por su estado, fue así como buscaron al indio “Maquillón” de la tribu Chimila, quien utilizando los propios libros de Prospero, lo curó del mal de tigre. Fue la única forma que se pudo curar, gracias a este indio, recuperó la condición de hombre normal. Al recuperarse siguió su vida de botánico, espiritista y demás artes de las ciencias ocultas, siguió sanando a los enfermos de la región, de Colombia y del extranjero, que lo buscaban por su reconocida fama. Pero Prospero Acuña, tenía entre ceja y ceja al hombre que lo volvió tigre, al hombre que le transformó su vida, esperando el momento oportuno para el desquite. Ese momento ocurrió tiempo después, en un encuentro que tuvieron en la población de San Ángel Magdalena, allí como en la otra ocasión, departieron tragos de licor, brindaron como amigos, luego de la parranda cada uno se fue para su lado. En esta ocasión a Prospero Acuña, no le pasó nada, pero al “Amiguito” si, estando en su casa le sobrevino un fuerte dolor que le reventó la barriga por el lado izquierdo, circunstancia que le produjo la muerte. El truco de Prospero Acuña, acabó con la vida del hombre que lo volvió tigre.
AUTOR: RAUL OSPINO RANGEL.
AUTOR: RAÚL OSPINO RANGEL.
PROSPERO FARAON ACUÑA VILLALOBOS, nació en Nueva Granada Magdalena, a comienzos del siglo XX. Vivía de la agricultura, pero desde joven se entusiasmó por las ciencias ocultas, aprovechando la clarividencia que tuvo desde temprana edad. Hecho hombre se fue para la Guajira, allí enredado con indígenas acentuó sus conocimientos de botánico, curandero, yervatero, rezandero, brujería etc. También aprendió con los indios Chimilas que habitan el Magdalena. Fue hombre mujeriego, engendró 42 hijos con distintas mujeres, murió en Nueva Granada en 1994, de muerte natural. Además de curar con secretos, también era alquimista, fabricaba monedas y billetes. Al regresar de la Guajira, fue cuando su nombre empezó a sonar en la región, como un medico de importancia que lo curaba todo, y que sus conocimientos ocultos solo los utilizaba para hacer el bien. Tenía libros medicinales, además contaba con una bola de cristal con la cual veía todo los órganos internos de las personas, bola de cristal que detectaba las enfermedades y hechicerías. La vida de Prospero Acuña Villalobos, transcurría normal, con muchos éxitos médicos, con mucha fama en la región, hasta que ocurrió un incidente en el caserío de Las Mulas, jurisdicción de Plato Magdalena, hoy pertenece a San Ángel, incidente que transformó su vida por completo. Había en Las Mulas, un brujo apodado “El Amiguito” , compañero de trabajo de Prospero Acuña. “El Amiguito” para la época era el curandero del joven Eugenio Baena, residente en el mismo caserío, encontrándose muy enfermo de un mal desconocido. Sucede que Eugenio Baena, se le salió de las manos a su medico de cabecera, y a los pocos días murió. Cuando Prospero Acuña, llega al caserío de Las Mulas, encuentra el velorio y al joven Baena, metido en el cajón. Entró Prospero Acuña, a la sal de velación, al observar la cara inocente del muchacho, le jaló los cabellos, preguntando de inmediato: ¿Quién es el curandero de este muchacho? Enseguida “El Amiguito” se levantó del asiento y respondiéndole: Yo. Prospero Acuña, lo deslució manifestándole: Este muchacho tiene vida, no está muerto, lo que está es privao. Prospero Acuña, llamó a los padres de Eugenio Baena, y les dijo: Yo le doy vida al joven, siempre y cuando me permitan mocharle la mano. Los padres de Eugenio, estuvieron de acuerdo. Con solo mocharle la mano, al cabo de dos horas el muchacho empezó a respirar, siendo resucitado por la clarividencia de Prospero Acuña. Este percance provocó la ira y la enemistad de “El Amiguito” contra su compañero de trabajo. De aquí en adelante buscó todas las formas de desquitarse, porque lo había hecho quedar mal ante su comunidad. Las curaciones de Prospero Acuña, crecían, su bola de cristal y sus secretos no fallaban, reinaba como el mejor medico de la región, sus libros eran envidiados por los demás curanderos, su vida estaba llena de triunfos. Con sus juegos de mano divertía y recreaba a la gente. Ponía a correr a los muchachos del pueblo, introduciendo monedas en su sombrero, les decía que si alguno de ellos lograba agarrar al sombrero, se ganaba las monedas; de inmediato lanzaba el sombrero por el aire, salían los pelaos detrás del sombrero, cuando ya le iban dando alcance, el sombrero se elevaba más y regresaba a las manos de Prospero, nunca lo alcanzaban, mas sin embargo él regalaba las monedas a los entusiasmados muchachos. También fabricaba ungüentos, jarabes botánicos. Se escondía detrás de una escoba sin que nadie lo viera, se hacía invisible, amarraba un novillo en un machete, bromeaba a los amigos pegándolos en los taburetes. “El Amiguito” esperó que Prospero Acuña, regresara de nuevo a Las Mulas, estando allí lo invitó a tomar licor en casa de su comadre de sacramento, mujer que se prestó para que “El Amiguito” lo embrujara con un brebaje malicioso que contenía huevo de tigre. La casa de su comadre fue la perdición de Prospero Acuña, porque entre trago y trago le dieron a beber chicha en una totuma de orinar, que usaban las mujeres de antes. Ahí fue cuando Prospero Acuña, perdió el juicio, perdió el rumbo de la vida, ahí fue cuando se volvió tigre. Se volvió tigre no con pintas, sino con arrugas y ruyendo como tigre. En esa condición de tigre duró un año, la mayor parte en las montañas de Las Mulas, San Ángel y Nueva Granada, región centro del Magdalena. Asustaba a la gente, maltrataba los puercos, que chillaban cuando los agarraba.
La familia de Prospero Acuña, se preocupó por su estado, fue así como buscaron al indio “Maquillón” de la tribu Chimila, quien utilizando los propios libros de Prospero, lo curó del mal de tigre. Fue la única forma que se pudo curar, gracias a este indio, recuperó la condición de hombre normal. Al recuperarse siguió su vida de botánico, espiritista y demás artes de las ciencias ocultas, siguió sanando a los enfermos de la región, de Colombia y del extranjero, que lo buscaban por su reconocida fama. Pero Prospero Acuña, tenía entre ceja y ceja al hombre que lo volvió tigre, al hombre que le transformó su vida, esperando el momento oportuno para el desquite. Ese momento ocurrió tiempo después, en un encuentro que tuvieron en la población de San Ángel Magdalena, allí como en la otra ocasión, departieron tragos de licor, brindaron como amigos, luego de la parranda cada uno se fue para su lado. En esta ocasión a Prospero Acuña, no le pasó nada, pero al “Amiguito” si, estando en su casa le sobrevino un fuerte dolor que le reventó la barriga por el lado izquierdo, circunstancia que le produjo la muerte. El truco de Prospero Acuña, acabó con la vida del hombre que lo volvió tigre.
AUTOR: RAUL OSPINO RANGEL.
EL VALLENATO, MATILDE Y YO....
El vallenato, Matilde y yo......
La primera vez que vi a Matilde la miré a los ojos y le dije que ya no podía ocultar el amor que cada día crecía en mi corazón por ella, que cada vez que me miraba sentía que sus ojos profundos me atrapaban, que su sonrisa iluminaba cada uno de mis días. Llevaba poco más de un año viviendo en La Guajira y aun no me gustaba el vallenato.
Recuerdo mi llegada a La Guajira. Corría Enero del 93 (como dicen los novelistas) y mi hermana y yo nos bajamos frente al batallón Rondón en la madrugada oscura y cálida de la provincia. El viaje desde Bogotá fue como tantos viajes que ya habíamos vivido a lo largo y ancho de Colombia. Ya conocía La Guajira, o al menos parte de ella, en los viajes de vacaciones que, desde cualquier lugar, nos llevaba a visitar a mis abuelos en La Sorpresa, festivo nombre de la finca en la que aun viven; gracias sean dadas a dios por ello. La perspectiva, sin embargo, no era de pasar unos meses divirtiéndonos en la acequia y pescando a machetazos, sino vivir allí. Perspectiva que involucraba aspectos interesantes como la misma acequia, los arboles, los primos, el salir al ordeño en la mañana, la pista de aterrizaje y la promesa de mil aventuras; e involucraba aspectos inquietantes para nosotros, acérrimos citadinos, como la “corronchera” del guajiro, la inexistencia de acueducto y electricidad en la finca, los bichos raros y el vallenato.
Los que tienen mala memoria me vituperarán, y tal vez con razón, por los prejuicios con que llegaba, pero antes no se tenía ese concepto del Caribe que hay ahora. Ahora el costeño está de moda, aquí mismo en este frio y apartado paramo donde habito se ve a la juventud luciendo pintas antaño solo concebibles en Barranquilla o Cartagena. Ahora, después de que la famosa ola vallenata masacrara el folclor guajiro y lo dejara en términos inferiores al reggaetón, ahora es que cualquier pelagato dice ¡Ay hombe!, y orgullosamente cree estar escuchando vallenato. Antes no. Antes el cachaco promedio, esnob por definición, consideraba el vallenato como una aberración ruidosa de los corronchos costeños. Los jóvenes ochenteros y noventeros se dedicaban al rock y la música electrónica. En las fiestas solo era válida una salsa bailada insípidamente a punta de dar vueltas, y un merengue rodillero que ya señaló Andrés López. Presa de estos paradigmas culturales llegué a La Guajira.
Le debo el vallenato a la poesía, no porque la lirica de las letras me conmoviera al punto de hacerme abandonar mis prejuicios, sino porque a algún despistado se le ocurrió que yo debía ser un buen poeta y corrió la voz; por ello me comenzaron a llevar a las serenatas a cumplir el misterioso papel de “dedicador”. Ya vivía entonces en Fonseca, un año completo había pasado y aun no me gustaba el vallenato. Accedí a asistir a las serenatas a cumplir el misterioso papel de “dedicador” por cortesía y porque gastaban trago, sello rojo, sello negro y “olparcito” muchas veces, o “bucanas” que se convirtió en mi favorito. El misterioso papel de “dedicador” sigue siendo misterioso para mí. El enamorado, novio, exnovio, pendienton, o interesado en dar la serenata (nunca fue un marido) llevaba los músicos, normalmente un partida de guitarristas y un cantante, y el dedicador. Una vez los músicos cesaban su arte, la damisela se asomaba por la ventana y empezaba la labor del dedicador, la cual obviamente era hacer la dedicatoria. La primera vez que me pidieron que hiciera una dedicatoria tomé un papel escribí las líneas más cursis y rimbombantes que se me pasaran por la cabeza en el momento y se las entregué al interesado, este me miró extrañado y me dijo que él no era capaz de decirle esa vaina a la novia y que para eso me habían llevado a mí, así que me empujaron y me dejaron perplejo, confundido y aterrorizado frente a la novia en cuestión; armado solo con un papel arrugado y mal escrito para defenderme. Le pude al pánico y empecé a leer la dedicatoria que estaba escrita en primera persona por lo que parecía que yo era quien estaba enamorando a la pobre muchacha. Estaba asustado, le estaba diciendo a una niña asomada a una ventana que estaba enamorado de sus ojos, de su voz, que cada día la pensaba más, que estaba loco por ella. Aun que trataba de decirlo en el tono más neutro posible la niña me miraba con unos ojos de rumiante que cada vez me preocupaban más, ¡Y todo esto lo hacía delante del novio! Lo único en que podía pensar era en que en cualquier momento el novio no se iba a aguantar más y me iba a agarrar a golpes. Pero cuando por fin terminé la dedicatoria, el novio me hizo a un lado y se acercó a flirtear con su novia enamorada. El único reclamo que después me hizo fue que me había faltado ser más expresivo, pero que el poema fue maravilloso.
No, yo tampoco entiendo. ¿Por qué pedirle a otro tipo que le diga a mi novia palabras bonitas mientras la mira a los ojos? Las famosas credenciales y esquelas de amor siempre me han parecido absurdas, insultantes; cuando alguien regala una de ellas está expresando que: “no me nace decirte nada así que compré una tarjetita insulsa para que otro lo diga por mi”. Mi conmoción frente a la institución del Dedicador solo pude superarla gracias al peligroso caudal de alcohol que inundaba mi torrente sanguíneo en ese momento. Una vez superada la perplejidad, empieza el goce. Empecé entonces a recorrer la noche de Fonseca, a bordo de las serenatas, en las compañías más heterogéneas. En una de esas serenatas conocí a Matilde.
La primera vez que vi a Matilde la miré a los ojos y le dije que ya no podía ocultar el amor que cada día crecía en mi corazón por ella, que cada vez que me miraba sentía que sus ojos profundos me atrapaban, que su sonrisa iluminaba cada uno de mis días. Luego de terminar mi trabajo de dedicador, me hice a un lado para que Jorge, el enamorado, tratara de conquistarla. Matilde era de verdad hermosa, e inconquistable, no porque fuera inaccesible y lejana como en un cuento de Poe o un poema de Silva, en realidad era demasiado accesible, demasiado cercana. Tenía la curiosa capacidad de convertirte instantáneamente en su aliado y su cómplice, en su amigo. Cuando la cortejada rechazaba a su pretendiente, solía rechazarlo con todo y serenata, pero Matilde no rechazaba ninguna serenata, pero tampoco aceptaba a ningún pretendiente. Recuerdo tanto esa primera serenata, fuimos con Juancho, Manuel y Jaime en la guitarra (yo apenas estaba aprendiendo, es otra cosa que le debo a las serenatas), Joye (Jorge) era quien pretendía echarle el cuento a Matilde. Empezaron a cantar “Esa morena que me entusiasma cuando me mira”. Matilde salió no a la ventana, como todas las cortejadas, sino que abrió la puerta, me sentí más raro que de costumbre diciéndole todo eso a ella que me miraba sonriendo con los brazos cruzados, luego se echó a reír con naturalidad y se sentó con nosotros a tomar whisky y a contar chistes, en medio de tal ambiente de camaradería ¿Cómo hacer una declaración romántica? Sería como echarle el cuento a la hermana. Por fin Juancho me la presentó.
- Mucho gusto, Carlos
- Matilde
- Como la de Neruda- dije yo
- No –dijo Juancho- como la de Leandro Díaz
Y con esa misteriosa sincronía de los buenos músicos, entonaron al unísono “Es elegante, todos la admiran y en su tierra tiene fama, cuando Matilde camina, hasta sonríe la sabana, cuando Matilde camina, hasta sonríe la sabana” y volvieron a quedar en silencio.
- Creo que está mal- dije yo- debería ser “cuando Matilde camina, hasta la sabana sonríe”.
- ¿Por qué?- Preguntó Matilde.
- Porque al decir “hasta sonríe la sabana” se sugiere que la sabana hace de todo, hasta sonreír, mientras que el decir “hasta la sabana sonríe” se sugeriría que todo sonríe, hasta la sabana.
Matilde me miró con más compasión que impaciencia y dijo.
- No joda muchacho, tu de verdad no entiendes nada del vallenato.
Y así conocí a Matilde.
Al día siguiente me descubrí a mi mismo tarareando el estribillo “Cuando Matilde camina, hasta sonríe la sabana”, se me había quedado pegado.
Empecé a ver a Matilde con frecuencia, a declararle un amor ajeno dos o tres veces por semana, a veces nos veíamos dos veces en la misma noche y en la dedicatoria teníamos que hacer un esfuerzo titánico para no reírnos a carcajadas. Poco a poco nos empezamos a adaptar a ese pequeño acto que se iba convirtiendo en un preludio de nuestras parrandas, de nuestras conversaciones en torno a la música ya la cultura. Ella pedía canciones para enseñarme la riqueza del vallenato, a la cual yo parecía inmune; aun que me gustaba su voz de contralto, que convertía las eses en jotas, y que matizaba cada sílaba decididamente. La única estrategia que empezó a tener efecto sobre mí fue completamente inesperada, una noche en que estábamos escuchando a Jaime cantar, de un momento a otro tomó mi mano y me dijo “Escucha esa parte”. Recuerdo aun la voz de Jaime entonando: “Guitarra suspira al viento, dile que aleje tantos fracasos” Entonces Matilde me soltó y se puso a acompañar con las palmas. Dejé de escuchar la canción, pero la frase me quedó sonando, debí reconocer que era bonita. Al día siguiente seguía pensando en la frase, me seguía pareciendo bonita, y la voz clara de Jaime acompañada por la guitarra de mi tocayo Carlos, le daban una dimensión diferente, cercana, dulce. Tomé mi guitarra e intenté infructuosamente entonarla, el andante vallenato era muy complicado para mí, dedicado a intentar más bien con el rock en español. Pero entonces, con la guitarra en la mano lo comprendí. No importaba que la frase fuera bonita, lo terrible es que era cierta. Cuando estaba triste y tomaba mi guitarra para entonar torpemente alguna canción de Los Enanitos Verdes, en realidad eso era lo que quería que hiciera: que le suspirara al viento y le dijera por mí que alejara tantos fracasos, yo no sabía cómo alejarlos.
Reconozco que lamentablemente no sé mucho de vallenato y quisiera saber más, poco conozco de autores, cantantes músicos, a veces ni siquiera canciones. Lo que más atesoro son pequeñas y maravillosas versos en su sensible melodía. Debo mi fragmentaria erudición vallenata a esa pedagogía táctil que Matilde empezó a ejercer conmigo. Me tomaba de la mano en un pasaje y decía “oye, oye” y durante ese momento yo de verdad oía. No sé si atribuir esta nemotecnia a que ella seleccionaba esos fragmentos perfectos, memorables; o atribuirlo a su contacto perturbador que me servía de umbral hacia su mundo. Yo a veces le hablaba de mis gustos musicales, de Gun’s and Roses (los gansos rosas para ella) y del apoteósico concierto en Bogotá, de los prisioneros, de Ace of Base, del Joe, de Beethoven. Ella me replicaba que de pronto seria una música bonita, pero que hablando de ella no se podía saber, que había que escucharla. Al despedirnos de ella siempre le cantábamos su canción, Matilde Lina, y siempre amanecía pensando en que cuando Matilde Camina, hasta sonríe la sabana.
Después de varias semanas con ese estribillo endemoniado de “Matilde Lina” dándome vueltas en la cabeza, decidí que valía la pena estudiar la canción ver si decía algo interesante. Le pedí en entonces a mi mamá (guajira de profunda estirpe) que me copiara la letra y me senté a analizarla. Encontré algo de mi interés, decía: “Este paseo es de Leandro Díaz pero parece de Emilianito; tiene los versos bien chiquiticos y bajiticos de melodía, tiene una nota bien recogida que no parece echo mío, era que estaba en el rio pensando en Matilde Lina.” Consideré inteligente la reflexión autorreferencial que el autor hacía dentro del texto, demostraba un profundo conocimiento de su propio folklore y hacía un pequeño guiño de homenaje a otro compositor con lo que establecía un metalenguaje lirico que dejaba la puerta abierta a una reflexión cultural de identidades musicales. Feliz con mi inteligentísima observación esperé la próxima oportunidad que tuviera de ver a Matilde para decírselo, quería demostrarle que sí entendía el vallenato. La oportunidad no se hizo esperar, el siguiente fin de semana fue Ricardo, un compañero de colegio, quien quiso probar suerte en serenata a Matilde y, como era de esperarse, fui a cumplir mi papel de dedicador. Me pareció que ella sonreía un poco más. Cuando por fin terminamos nuestro acto y nos sentamos a parrandear le expuse mi elaborada observación.
- Ay, tú si hablas bonito- me dijo, y mi vanidad subió unos 5 pisos.
- Lástima que digas tantas bobadas- y mi vanidad se arrojó desde ese hipotético quinto piso.
- Bueno, explícame porque son bobadas.
- Tu eres como muy inteligente pa’ explicártelo.
- Eso que dices no tiene sentido.
- Sentido, niño, es precisamente lo que tiene.
- ¿Por qué?
- Oye, ¿tú que vas a hacer mañana?
- No sé, me imagino que venir a media noche a decirte que la luna se ha quedado en tu mirada y que tu voz arrulla mis nostalgias, o algo así.
Ella, que estaba tomándose una copa, botó todo el whisky por la nariz, derramándolo en la acera.
- Debería incluir esto en la dedicatoria de mañana “Tu, la de ojos negros, la que suele derramar whiskey por la nariz, tú escucha mi serenata”.
Ante lo cual ella se aferró fuertemente a mi brazo emitiendo un curioso sonido mezcla de toz, hipo y risa, mientras le brotaban lagrimas por los ojos. Ricardo nos miraba con ojos poco amistosos.
- Oye, tú si eres malo.
- Si, lo acepto.
- Okey, mañana hay una fiesta donde Nacho.
- No sé quien es Nacho.
- No joda, Nacho Brito, el novio de mi prima Diana Parody, de los Brito que viven al lado de la casa donde se murió el viejo Cote.
- Ah, claro.
- ¿Ya sabes donde es?
- No tengo las más remota idea, pero como lo dices con tanta naturalidad me da pena admitirlo.
- Uy niño, que cosa contigo.
- Bueno, espera, Nacho Brito. Sí, creo que sé donde vive.
- Bueno, entonces mañana nos vemos allá.
- Pero yo no los conozco.
- Pero ellos si te conocen a ti, además sí me conoces a mí. ¿Sí sabes bailar vallenato?
- Sí, pero.
- Pero nada.
- Bueno.
Al día siguiente esta conversación me inquietó por varias cosas. Primero por esa afirmación de que ya me conocían, ese fue el primer indicio que tuve del poco anonimato que se puede tener en un pueblo, no tienes que ser famoso, simplemente todos se conocen y hablan entre sí, por lo que yo estaba en desventaja. Segundo porque me di cuenta de que lo que Matilde decía se iba haciendo cada vez más cierto: La conocía. Para cada dedicatoria me tenía que poner a pensar en ella, en cómo era, en la forma en que se movía, en el color de su piel y sus ojos, en el brillo de su cabello, en lo que le gustaría que le dijera. Era un trabajo que hacía para cada dedicatoria, independientemente de la destinataria, pero me empecé a preguntar si sabía tanto de ella porque me tocaba o porque quería. Sin embargo, lo que más me preocupó en ese momento fue que descubriera mi timidez. Yo era patológicamente tímido. La única razón por la que podía hacer de dedicador era porque el que pasaba la pena era otro, y de todas formas necesitaba cierta dosis de sello negro, por lo menos, circulando por mis venas. Era tal mi patología que no había tenido aun mi primera novia, había tenido algunos “vacilones” pero eran amores fugaces que me permitía el abuso del licor, y aun así era necesario que fuera la fémina quien tomara la iniciativa, me daba pánico intentar seducir a una mujer. Es evidente entonces, que la afirmación de mi dominio del baile vallenato era cierta solo en parte, en una muy, muy pequeña parte, digamos que conocía la teoría. La perspectiva de tener que llegar ante un grupo de desconocidos, estando sobrio, y encima tener que demostrar mis habilidades bailarinas a Matilde (y muy cerquita de ella), me paralizaban. Me equivoco al decir que esta conversación me inquietó, creo que el pánico y el terror describen con una mayor exactitud mi estado de ánimo. Pero la noche llegó.
Existe un curioso estado de excitación que precede a la ebriedad, en donde nos sentimos seguros, lúcidos, invencibles. (El tipo se cree un James Bond) Este estado recibe diversos nombres en diversos lugares: estar entonado, prendido, en verano. En La Guajira a este estado se le conoce como estar en “Temple”, término que considero una magnífica ironía del argot guajiro que establece una inverosímil relación entre la templanza, virtud de virtudes, y la ebriedad.
Mi elaborado plan consistía en llegar en temple al baile. Un par de horas antes saque mi guitarra para relajarme (y estresar al resto de la humanidad), y escancié mis celosamente guardadas reservas de whisky. Un par de horas después no estaba nada relajado y me sentía horrorosamente consciente de mi mismo. Inmerso en este festivo estado de ánimo me dirigí al encuentro de Matilde. En la casa de Nacho descubrí que conocía a muchas personas y que, como había afirmado Matilde, mucha gente me conocía. Yo temía que me segregaran como el extraño que era o, peor aún, que me prodigaran esa cortesía excesiva y artificial que se les da a los recién llegados en otros lugares, pero el carácter guajiro es diferente, simplemente me aceptaron como otro amigo más, como otro guajiro. Eso me tranquilizó un poco. Al menos mitigó esa inexplicable paranoia que fundamentó parte de la árida timidez de mi adolescencia.
Matilde estaba inevitablemente hermosa. Su belleza sin artificios, sin ortopedias, la desbordaba casi que a regañadientes, porque parecía que ella quisiera negarse a ser hermosa, negación del todo inútil. Llegó como siempre sin maquillaje, ataviada con un vestido blanco tan sencillo que resultaba desafiante, y que parecía que le sobraba; tal vez por el contraste del blanco con el tono moreno de su piel, o por la forma en que este se ceñía a su contorno, pero el vestido dejaba la impresión de ser algo superfluo, innecesario, de que contravenía la espontánea desenvoltura de Matilde. Me saludó con una sonrisa
- Hasta que llegaste.
- Si, hasta que llegué.
- ¿Si vas a bailar conmigo?
- No sé, claro, si. Por eso vine. Creo.
- Aja, tu como que si no te me estas echándome el cuento andas asustado.
- Que chistosa.
- ¿No?
- Bueno, sí. Pero es que no conozco a nadie aquí.
- Si, como no. Mejor vamos a bailar.
La providencia quiso sonreírme con un merengue, o alguna incoherencia que se baila como merengue que es lo que se escucha desde que Wilfrido profanó el género con su baile del perrito. Recordé el entrenamiento practicado con primas y tías: 30 cm de distancia y mueva los pies. Matilde parecía debatirse entre estar preocupada o divertida. Al final de la pieza di las gracias y procedí a sentarme, me detuvo a tiempo la mirada atónita de Matilde que me sugirió que aquí no se bailaba solo una pieza. Sonó entonces, maravillosamente, una salsa del Joe. Hay algo en la salsa que me toca. Un llamado, una arenga, casi que un reclamo que despierta mis raíces negras. Ya no pienso en el algoritmo del baile, me olvido de mis pies, de mis manos, y siento ese placer atávico de reír y celebrar con todo el cuerpo. La salsa es toda una historia, pero ahora estamos con Matilde que sonreía al verme bailar y sonrió aun más cuando empezó sonar un vallenato.
“Y a donde iras, adonde iras, adonde iras,
ya te verán buscando un sol
para tus noches de dolor,
ya nos verán buscando amores
donde nacen los amores
cuando muera esta ilusión”.
Un poco tranquilo por la salsa empecé a intentar bailar.
- Así no se baila el vallenato- dijo Matilde- Vení pa’ca.
Me tomó la mano derecha y con ella rodeó su cintura, mi mano izquierda en su omoplatos y las sienes unidas; los cuerpos en un contacto muy, muy estrecho (tomé nerviosa nota), empecé a bailar como si tuviera Parkinson y artritis hasta que me dijo.
- Cierra los ojos.
Entonces, por fin, surtió efecto esa didáctica epidérmica que ella era capaz de ejercer sobre mi; entonces empecé a sentir el ritmo poderoso e intimo del vallenato. ¿Cómo hablar del baile del vallenato? Decir de la clarividencia de los cuerpos, de la cadencia, del sentido de comunión. No decir nada e invitar al lector a que lo baile como se debe bailar. El cachaco promedio, a ese baile pegadito y en una baldosa, probablemente lo considere morboso; pero, aun que es innegable el sentido erótico del mismo, se trata de una sensualidad franca, directa, sin trampas ni astucias.
Al día siguiente no vi a Matilde, unos amigos pasaron temprano por mí y me invitaron al Silencio, delicioso paraje del rio Ranchería; para participar en el curioso evento de “parrandearse un disco”. La cosa es más seria de lo que parece, se trata de realizar todo un estudio lirico y musical de un álbum vallenato de reciente ubicación. Esta experiencia solo la he revivido junto a algunos fanáticos del jazz, pero tristemente aderezada con una afectación infinita. En el vallenato a afectación sobra, se trata de algo familiar, cercano. Una parranda consiste en dedicarse horas y horas a escuchar cada canción, discutir las letras, la posible unidad de todo el álbum, criticar la ejecución de cada uno de los instrumentos, recordar los nombres de todos los músicos y compositores, comparar con producciones anteriores, montar las canciones en guitarra. Se realiza un despliegue de erudición y sensibilidad asombrosas. Claro que se bebe pero, a diferencia de las tierras frías en donde se bebe por necesidad (hay que calentarse de algún modo), allí se bebe por gusto, la idea no es embriagarse sino compartir.
El álbum era (lo recuerdo tanto) “Sin límites” con la voz de Iván Villazón y el acordeón de Franco Argüelles. Sonaba una y otra vez esa maravillosa composición de Alfonso “Poncho” Cote “Almas felices” en donde se nombra a sí mismo con pleno derecho. Cuando la escucho ahora, después de tanto tiempo, siento el sabor del whiskey en mi boca. Fue, con toda probabilidad, el primer vallenato que me conquistó por sí mismo. Quien tenga algo de memoria vallenata recordará la fiebre que causó “El detallista”, el gran clásico de Fabián Corrales, pero yo solo tenía oídos ese día para la dulce composición de Luis Egurrola “Cuando muera esta ilusión” y recordaba el perturbador y cadencioso contacto de Matilde. Las canciones me sonaban de antes, no logaba precisar de cuándo o dónde porque eran nuevas, pero es algo que después descubrí que puede pasar con cierta música, ciertos libros, ciertas mujeres.
Las mujeres tienen un deslumbrante talento para la inocencia, o al menos para fingirla. Una semana después, cuando vi a Matilde, ella hizo como si nada. Yo hice lo mismo (torpe) pero se sentía una insalvable diferencia. Hablábamos menos y nos mirábamos más, nuestras manos solían encontrarse como por casualidad, pero siempre existió una barrera. Por mi parte mi patológica y estúpida timidez, pero por parte de ella es todo un misterio. Rechazó sin mayores explicaciones ni traumas a todo el que trataba de enamorarla, razón por la cual ya poco la veía en las serenatas. Conmigo nunca se atrevió a ir más allá, claro que tampoco me atreví yo. Excepto la última noche que la vi. Me enteré que se iba a Barranquilla (a adornar sus calles como dice la canción) y esa noche fuimos a darle serenata. Yo ya tenía alguna destreza en la guitarra y había ensayado una canción para ella así que comencé a cantar
“Perdona morenita que llegue a estas horas
A interrumpir tu sueño si es que estás dormida
Pero es que en esta noche siento que mi vida
Deambula por la calle un poco resentida
A ver si con mirarla puedo consolarla”
Después de que sonaran un par de canciones ella salió a la puerta como era tradición y yo me acerqué como era tradición también; pero esta vez ella no se quedó en la puerta, siguió avanzando hacia mí y yo no me detuve a decir nada, seguí avanzando hacia ella y sin ninguna palabra que nos estorbara nos sumergimos en un beso que atraviesa los kilómetros y los años. Un beso dado sin medir distancias. Puedo decir sin dramatismos que no soy de ninguna parte, una vida nómada me ha hecho así y no me enorgullezco ni me arrepiento de ello, es simplemente un hecho. Pero confieso que cuando a veces quiero sentirme de alguna parte me agrada sentirme guajiro. A veces me asalta la nostalgia por la amistad tosca, ruda, corroncha, sincera, completa de esa gente; por una parranda vallenata, con todo y gallina robada. No volví a ver a Matilde, alguna vez alguien me contó que la vio por Venezuela; sin embargo cuando pienso en ella se me borra la tristeza, la imagino caminando hacia mí y sonrío. Comprendo entonces que es natural, pues cuando Matilde camina, hasta sonríe la sabana.
Publicado 19th September 2010 por Carlos Garcia...
La primera vez que vi a Matilde la miré a los ojos y le dije que ya no podía ocultar el amor que cada día crecía en mi corazón por ella, que cada vez que me miraba sentía que sus ojos profundos me atrapaban, que su sonrisa iluminaba cada uno de mis días. Llevaba poco más de un año viviendo en La Guajira y aun no me gustaba el vallenato.
Recuerdo mi llegada a La Guajira. Corría Enero del 93 (como dicen los novelistas) y mi hermana y yo nos bajamos frente al batallón Rondón en la madrugada oscura y cálida de la provincia. El viaje desde Bogotá fue como tantos viajes que ya habíamos vivido a lo largo y ancho de Colombia. Ya conocía La Guajira, o al menos parte de ella, en los viajes de vacaciones que, desde cualquier lugar, nos llevaba a visitar a mis abuelos en La Sorpresa, festivo nombre de la finca en la que aun viven; gracias sean dadas a dios por ello. La perspectiva, sin embargo, no era de pasar unos meses divirtiéndonos en la acequia y pescando a machetazos, sino vivir allí. Perspectiva que involucraba aspectos interesantes como la misma acequia, los arboles, los primos, el salir al ordeño en la mañana, la pista de aterrizaje y la promesa de mil aventuras; e involucraba aspectos inquietantes para nosotros, acérrimos citadinos, como la “corronchera” del guajiro, la inexistencia de acueducto y electricidad en la finca, los bichos raros y el vallenato.
Los que tienen mala memoria me vituperarán, y tal vez con razón, por los prejuicios con que llegaba, pero antes no se tenía ese concepto del Caribe que hay ahora. Ahora el costeño está de moda, aquí mismo en este frio y apartado paramo donde habito se ve a la juventud luciendo pintas antaño solo concebibles en Barranquilla o Cartagena. Ahora, después de que la famosa ola vallenata masacrara el folclor guajiro y lo dejara en términos inferiores al reggaetón, ahora es que cualquier pelagato dice ¡Ay hombe!, y orgullosamente cree estar escuchando vallenato. Antes no. Antes el cachaco promedio, esnob por definición, consideraba el vallenato como una aberración ruidosa de los corronchos costeños. Los jóvenes ochenteros y noventeros se dedicaban al rock y la música electrónica. En las fiestas solo era válida una salsa bailada insípidamente a punta de dar vueltas, y un merengue rodillero que ya señaló Andrés López. Presa de estos paradigmas culturales llegué a La Guajira.
Le debo el vallenato a la poesía, no porque la lirica de las letras me conmoviera al punto de hacerme abandonar mis prejuicios, sino porque a algún despistado se le ocurrió que yo debía ser un buen poeta y corrió la voz; por ello me comenzaron a llevar a las serenatas a cumplir el misterioso papel de “dedicador”. Ya vivía entonces en Fonseca, un año completo había pasado y aun no me gustaba el vallenato. Accedí a asistir a las serenatas a cumplir el misterioso papel de “dedicador” por cortesía y porque gastaban trago, sello rojo, sello negro y “olparcito” muchas veces, o “bucanas” que se convirtió en mi favorito. El misterioso papel de “dedicador” sigue siendo misterioso para mí. El enamorado, novio, exnovio, pendienton, o interesado en dar la serenata (nunca fue un marido) llevaba los músicos, normalmente un partida de guitarristas y un cantante, y el dedicador. Una vez los músicos cesaban su arte, la damisela se asomaba por la ventana y empezaba la labor del dedicador, la cual obviamente era hacer la dedicatoria. La primera vez que me pidieron que hiciera una dedicatoria tomé un papel escribí las líneas más cursis y rimbombantes que se me pasaran por la cabeza en el momento y se las entregué al interesado, este me miró extrañado y me dijo que él no era capaz de decirle esa vaina a la novia y que para eso me habían llevado a mí, así que me empujaron y me dejaron perplejo, confundido y aterrorizado frente a la novia en cuestión; armado solo con un papel arrugado y mal escrito para defenderme. Le pude al pánico y empecé a leer la dedicatoria que estaba escrita en primera persona por lo que parecía que yo era quien estaba enamorando a la pobre muchacha. Estaba asustado, le estaba diciendo a una niña asomada a una ventana que estaba enamorado de sus ojos, de su voz, que cada día la pensaba más, que estaba loco por ella. Aun que trataba de decirlo en el tono más neutro posible la niña me miraba con unos ojos de rumiante que cada vez me preocupaban más, ¡Y todo esto lo hacía delante del novio! Lo único en que podía pensar era en que en cualquier momento el novio no se iba a aguantar más y me iba a agarrar a golpes. Pero cuando por fin terminé la dedicatoria, el novio me hizo a un lado y se acercó a flirtear con su novia enamorada. El único reclamo que después me hizo fue que me había faltado ser más expresivo, pero que el poema fue maravilloso.
No, yo tampoco entiendo. ¿Por qué pedirle a otro tipo que le diga a mi novia palabras bonitas mientras la mira a los ojos? Las famosas credenciales y esquelas de amor siempre me han parecido absurdas, insultantes; cuando alguien regala una de ellas está expresando que: “no me nace decirte nada así que compré una tarjetita insulsa para que otro lo diga por mi”. Mi conmoción frente a la institución del Dedicador solo pude superarla gracias al peligroso caudal de alcohol que inundaba mi torrente sanguíneo en ese momento. Una vez superada la perplejidad, empieza el goce. Empecé entonces a recorrer la noche de Fonseca, a bordo de las serenatas, en las compañías más heterogéneas. En una de esas serenatas conocí a Matilde.
La primera vez que vi a Matilde la miré a los ojos y le dije que ya no podía ocultar el amor que cada día crecía en mi corazón por ella, que cada vez que me miraba sentía que sus ojos profundos me atrapaban, que su sonrisa iluminaba cada uno de mis días. Luego de terminar mi trabajo de dedicador, me hice a un lado para que Jorge, el enamorado, tratara de conquistarla. Matilde era de verdad hermosa, e inconquistable, no porque fuera inaccesible y lejana como en un cuento de Poe o un poema de Silva, en realidad era demasiado accesible, demasiado cercana. Tenía la curiosa capacidad de convertirte instantáneamente en su aliado y su cómplice, en su amigo. Cuando la cortejada rechazaba a su pretendiente, solía rechazarlo con todo y serenata, pero Matilde no rechazaba ninguna serenata, pero tampoco aceptaba a ningún pretendiente. Recuerdo tanto esa primera serenata, fuimos con Juancho, Manuel y Jaime en la guitarra (yo apenas estaba aprendiendo, es otra cosa que le debo a las serenatas), Joye (Jorge) era quien pretendía echarle el cuento a Matilde. Empezaron a cantar “Esa morena que me entusiasma cuando me mira”. Matilde salió no a la ventana, como todas las cortejadas, sino que abrió la puerta, me sentí más raro que de costumbre diciéndole todo eso a ella que me miraba sonriendo con los brazos cruzados, luego se echó a reír con naturalidad y se sentó con nosotros a tomar whisky y a contar chistes, en medio de tal ambiente de camaradería ¿Cómo hacer una declaración romántica? Sería como echarle el cuento a la hermana. Por fin Juancho me la presentó.
- Mucho gusto, Carlos
- Matilde
- Como la de Neruda- dije yo
- No –dijo Juancho- como la de Leandro Díaz
Y con esa misteriosa sincronía de los buenos músicos, entonaron al unísono “Es elegante, todos la admiran y en su tierra tiene fama, cuando Matilde camina, hasta sonríe la sabana, cuando Matilde camina, hasta sonríe la sabana” y volvieron a quedar en silencio.
- Creo que está mal- dije yo- debería ser “cuando Matilde camina, hasta la sabana sonríe”.
- ¿Por qué?- Preguntó Matilde.
- Porque al decir “hasta sonríe la sabana” se sugiere que la sabana hace de todo, hasta sonreír, mientras que el decir “hasta la sabana sonríe” se sugeriría que todo sonríe, hasta la sabana.
Matilde me miró con más compasión que impaciencia y dijo.
- No joda muchacho, tu de verdad no entiendes nada del vallenato.
Y así conocí a Matilde.
Al día siguiente me descubrí a mi mismo tarareando el estribillo “Cuando Matilde camina, hasta sonríe la sabana”, se me había quedado pegado.
Empecé a ver a Matilde con frecuencia, a declararle un amor ajeno dos o tres veces por semana, a veces nos veíamos dos veces en la misma noche y en la dedicatoria teníamos que hacer un esfuerzo titánico para no reírnos a carcajadas. Poco a poco nos empezamos a adaptar a ese pequeño acto que se iba convirtiendo en un preludio de nuestras parrandas, de nuestras conversaciones en torno a la música ya la cultura. Ella pedía canciones para enseñarme la riqueza del vallenato, a la cual yo parecía inmune; aun que me gustaba su voz de contralto, que convertía las eses en jotas, y que matizaba cada sílaba decididamente. La única estrategia que empezó a tener efecto sobre mí fue completamente inesperada, una noche en que estábamos escuchando a Jaime cantar, de un momento a otro tomó mi mano y me dijo “Escucha esa parte”. Recuerdo aun la voz de Jaime entonando: “Guitarra suspira al viento, dile que aleje tantos fracasos” Entonces Matilde me soltó y se puso a acompañar con las palmas. Dejé de escuchar la canción, pero la frase me quedó sonando, debí reconocer que era bonita. Al día siguiente seguía pensando en la frase, me seguía pareciendo bonita, y la voz clara de Jaime acompañada por la guitarra de mi tocayo Carlos, le daban una dimensión diferente, cercana, dulce. Tomé mi guitarra e intenté infructuosamente entonarla, el andante vallenato era muy complicado para mí, dedicado a intentar más bien con el rock en español. Pero entonces, con la guitarra en la mano lo comprendí. No importaba que la frase fuera bonita, lo terrible es que era cierta. Cuando estaba triste y tomaba mi guitarra para entonar torpemente alguna canción de Los Enanitos Verdes, en realidad eso era lo que quería que hiciera: que le suspirara al viento y le dijera por mí que alejara tantos fracasos, yo no sabía cómo alejarlos.
Reconozco que lamentablemente no sé mucho de vallenato y quisiera saber más, poco conozco de autores, cantantes músicos, a veces ni siquiera canciones. Lo que más atesoro son pequeñas y maravillosas versos en su sensible melodía. Debo mi fragmentaria erudición vallenata a esa pedagogía táctil que Matilde empezó a ejercer conmigo. Me tomaba de la mano en un pasaje y decía “oye, oye” y durante ese momento yo de verdad oía. No sé si atribuir esta nemotecnia a que ella seleccionaba esos fragmentos perfectos, memorables; o atribuirlo a su contacto perturbador que me servía de umbral hacia su mundo. Yo a veces le hablaba de mis gustos musicales, de Gun’s and Roses (los gansos rosas para ella) y del apoteósico concierto en Bogotá, de los prisioneros, de Ace of Base, del Joe, de Beethoven. Ella me replicaba que de pronto seria una música bonita, pero que hablando de ella no se podía saber, que había que escucharla. Al despedirnos de ella siempre le cantábamos su canción, Matilde Lina, y siempre amanecía pensando en que cuando Matilde Camina, hasta sonríe la sabana.
Después de varias semanas con ese estribillo endemoniado de “Matilde Lina” dándome vueltas en la cabeza, decidí que valía la pena estudiar la canción ver si decía algo interesante. Le pedí en entonces a mi mamá (guajira de profunda estirpe) que me copiara la letra y me senté a analizarla. Encontré algo de mi interés, decía: “Este paseo es de Leandro Díaz pero parece de Emilianito; tiene los versos bien chiquiticos y bajiticos de melodía, tiene una nota bien recogida que no parece echo mío, era que estaba en el rio pensando en Matilde Lina.” Consideré inteligente la reflexión autorreferencial que el autor hacía dentro del texto, demostraba un profundo conocimiento de su propio folklore y hacía un pequeño guiño de homenaje a otro compositor con lo que establecía un metalenguaje lirico que dejaba la puerta abierta a una reflexión cultural de identidades musicales. Feliz con mi inteligentísima observación esperé la próxima oportunidad que tuviera de ver a Matilde para decírselo, quería demostrarle que sí entendía el vallenato. La oportunidad no se hizo esperar, el siguiente fin de semana fue Ricardo, un compañero de colegio, quien quiso probar suerte en serenata a Matilde y, como era de esperarse, fui a cumplir mi papel de dedicador. Me pareció que ella sonreía un poco más. Cuando por fin terminamos nuestro acto y nos sentamos a parrandear le expuse mi elaborada observación.
- Ay, tú si hablas bonito- me dijo, y mi vanidad subió unos 5 pisos.
- Lástima que digas tantas bobadas- y mi vanidad se arrojó desde ese hipotético quinto piso.
- Bueno, explícame porque son bobadas.
- Tu eres como muy inteligente pa’ explicártelo.
- Eso que dices no tiene sentido.
- Sentido, niño, es precisamente lo que tiene.
- ¿Por qué?
- Oye, ¿tú que vas a hacer mañana?
- No sé, me imagino que venir a media noche a decirte que la luna se ha quedado en tu mirada y que tu voz arrulla mis nostalgias, o algo así.
Ella, que estaba tomándose una copa, botó todo el whisky por la nariz, derramándolo en la acera.
- Debería incluir esto en la dedicatoria de mañana “Tu, la de ojos negros, la que suele derramar whiskey por la nariz, tú escucha mi serenata”.
Ante lo cual ella se aferró fuertemente a mi brazo emitiendo un curioso sonido mezcla de toz, hipo y risa, mientras le brotaban lagrimas por los ojos. Ricardo nos miraba con ojos poco amistosos.
- Oye, tú si eres malo.
- Si, lo acepto.
- Okey, mañana hay una fiesta donde Nacho.
- No sé quien es Nacho.
- No joda, Nacho Brito, el novio de mi prima Diana Parody, de los Brito que viven al lado de la casa donde se murió el viejo Cote.
- Ah, claro.
- ¿Ya sabes donde es?
- No tengo las más remota idea, pero como lo dices con tanta naturalidad me da pena admitirlo.
- Uy niño, que cosa contigo.
- Bueno, espera, Nacho Brito. Sí, creo que sé donde vive.
- Bueno, entonces mañana nos vemos allá.
- Pero yo no los conozco.
- Pero ellos si te conocen a ti, además sí me conoces a mí. ¿Sí sabes bailar vallenato?
- Sí, pero.
- Pero nada.
- Bueno.
Al día siguiente esta conversación me inquietó por varias cosas. Primero por esa afirmación de que ya me conocían, ese fue el primer indicio que tuve del poco anonimato que se puede tener en un pueblo, no tienes que ser famoso, simplemente todos se conocen y hablan entre sí, por lo que yo estaba en desventaja. Segundo porque me di cuenta de que lo que Matilde decía se iba haciendo cada vez más cierto: La conocía. Para cada dedicatoria me tenía que poner a pensar en ella, en cómo era, en la forma en que se movía, en el color de su piel y sus ojos, en el brillo de su cabello, en lo que le gustaría que le dijera. Era un trabajo que hacía para cada dedicatoria, independientemente de la destinataria, pero me empecé a preguntar si sabía tanto de ella porque me tocaba o porque quería. Sin embargo, lo que más me preocupó en ese momento fue que descubriera mi timidez. Yo era patológicamente tímido. La única razón por la que podía hacer de dedicador era porque el que pasaba la pena era otro, y de todas formas necesitaba cierta dosis de sello negro, por lo menos, circulando por mis venas. Era tal mi patología que no había tenido aun mi primera novia, había tenido algunos “vacilones” pero eran amores fugaces que me permitía el abuso del licor, y aun así era necesario que fuera la fémina quien tomara la iniciativa, me daba pánico intentar seducir a una mujer. Es evidente entonces, que la afirmación de mi dominio del baile vallenato era cierta solo en parte, en una muy, muy pequeña parte, digamos que conocía la teoría. La perspectiva de tener que llegar ante un grupo de desconocidos, estando sobrio, y encima tener que demostrar mis habilidades bailarinas a Matilde (y muy cerquita de ella), me paralizaban. Me equivoco al decir que esta conversación me inquietó, creo que el pánico y el terror describen con una mayor exactitud mi estado de ánimo. Pero la noche llegó.
Existe un curioso estado de excitación que precede a la ebriedad, en donde nos sentimos seguros, lúcidos, invencibles. (El tipo se cree un James Bond) Este estado recibe diversos nombres en diversos lugares: estar entonado, prendido, en verano. En La Guajira a este estado se le conoce como estar en “Temple”, término que considero una magnífica ironía del argot guajiro que establece una inverosímil relación entre la templanza, virtud de virtudes, y la ebriedad.
Mi elaborado plan consistía en llegar en temple al baile. Un par de horas antes saque mi guitarra para relajarme (y estresar al resto de la humanidad), y escancié mis celosamente guardadas reservas de whisky. Un par de horas después no estaba nada relajado y me sentía horrorosamente consciente de mi mismo. Inmerso en este festivo estado de ánimo me dirigí al encuentro de Matilde. En la casa de Nacho descubrí que conocía a muchas personas y que, como había afirmado Matilde, mucha gente me conocía. Yo temía que me segregaran como el extraño que era o, peor aún, que me prodigaran esa cortesía excesiva y artificial que se les da a los recién llegados en otros lugares, pero el carácter guajiro es diferente, simplemente me aceptaron como otro amigo más, como otro guajiro. Eso me tranquilizó un poco. Al menos mitigó esa inexplicable paranoia que fundamentó parte de la árida timidez de mi adolescencia.
Matilde estaba inevitablemente hermosa. Su belleza sin artificios, sin ortopedias, la desbordaba casi que a regañadientes, porque parecía que ella quisiera negarse a ser hermosa, negación del todo inútil. Llegó como siempre sin maquillaje, ataviada con un vestido blanco tan sencillo que resultaba desafiante, y que parecía que le sobraba; tal vez por el contraste del blanco con el tono moreno de su piel, o por la forma en que este se ceñía a su contorno, pero el vestido dejaba la impresión de ser algo superfluo, innecesario, de que contravenía la espontánea desenvoltura de Matilde. Me saludó con una sonrisa
- Hasta que llegaste.
- Si, hasta que llegué.
- ¿Si vas a bailar conmigo?
- No sé, claro, si. Por eso vine. Creo.
- Aja, tu como que si no te me estas echándome el cuento andas asustado.
- Que chistosa.
- ¿No?
- Bueno, sí. Pero es que no conozco a nadie aquí.
- Si, como no. Mejor vamos a bailar.
La providencia quiso sonreírme con un merengue, o alguna incoherencia que se baila como merengue que es lo que se escucha desde que Wilfrido profanó el género con su baile del perrito. Recordé el entrenamiento practicado con primas y tías: 30 cm de distancia y mueva los pies. Matilde parecía debatirse entre estar preocupada o divertida. Al final de la pieza di las gracias y procedí a sentarme, me detuvo a tiempo la mirada atónita de Matilde que me sugirió que aquí no se bailaba solo una pieza. Sonó entonces, maravillosamente, una salsa del Joe. Hay algo en la salsa que me toca. Un llamado, una arenga, casi que un reclamo que despierta mis raíces negras. Ya no pienso en el algoritmo del baile, me olvido de mis pies, de mis manos, y siento ese placer atávico de reír y celebrar con todo el cuerpo. La salsa es toda una historia, pero ahora estamos con Matilde que sonreía al verme bailar y sonrió aun más cuando empezó sonar un vallenato.
“Y a donde iras, adonde iras, adonde iras,
ya te verán buscando un sol
para tus noches de dolor,
ya nos verán buscando amores
donde nacen los amores
cuando muera esta ilusión”.
Un poco tranquilo por la salsa empecé a intentar bailar.
- Así no se baila el vallenato- dijo Matilde- Vení pa’ca.
Me tomó la mano derecha y con ella rodeó su cintura, mi mano izquierda en su omoplatos y las sienes unidas; los cuerpos en un contacto muy, muy estrecho (tomé nerviosa nota), empecé a bailar como si tuviera Parkinson y artritis hasta que me dijo.
- Cierra los ojos.
Entonces, por fin, surtió efecto esa didáctica epidérmica que ella era capaz de ejercer sobre mi; entonces empecé a sentir el ritmo poderoso e intimo del vallenato. ¿Cómo hablar del baile del vallenato? Decir de la clarividencia de los cuerpos, de la cadencia, del sentido de comunión. No decir nada e invitar al lector a que lo baile como se debe bailar. El cachaco promedio, a ese baile pegadito y en una baldosa, probablemente lo considere morboso; pero, aun que es innegable el sentido erótico del mismo, se trata de una sensualidad franca, directa, sin trampas ni astucias.
Al día siguiente no vi a Matilde, unos amigos pasaron temprano por mí y me invitaron al Silencio, delicioso paraje del rio Ranchería; para participar en el curioso evento de “parrandearse un disco”. La cosa es más seria de lo que parece, se trata de realizar todo un estudio lirico y musical de un álbum vallenato de reciente ubicación. Esta experiencia solo la he revivido junto a algunos fanáticos del jazz, pero tristemente aderezada con una afectación infinita. En el vallenato a afectación sobra, se trata de algo familiar, cercano. Una parranda consiste en dedicarse horas y horas a escuchar cada canción, discutir las letras, la posible unidad de todo el álbum, criticar la ejecución de cada uno de los instrumentos, recordar los nombres de todos los músicos y compositores, comparar con producciones anteriores, montar las canciones en guitarra. Se realiza un despliegue de erudición y sensibilidad asombrosas. Claro que se bebe pero, a diferencia de las tierras frías en donde se bebe por necesidad (hay que calentarse de algún modo), allí se bebe por gusto, la idea no es embriagarse sino compartir.
El álbum era (lo recuerdo tanto) “Sin límites” con la voz de Iván Villazón y el acordeón de Franco Argüelles. Sonaba una y otra vez esa maravillosa composición de Alfonso “Poncho” Cote “Almas felices” en donde se nombra a sí mismo con pleno derecho. Cuando la escucho ahora, después de tanto tiempo, siento el sabor del whiskey en mi boca. Fue, con toda probabilidad, el primer vallenato que me conquistó por sí mismo. Quien tenga algo de memoria vallenata recordará la fiebre que causó “El detallista”, el gran clásico de Fabián Corrales, pero yo solo tenía oídos ese día para la dulce composición de Luis Egurrola “Cuando muera esta ilusión” y recordaba el perturbador y cadencioso contacto de Matilde. Las canciones me sonaban de antes, no logaba precisar de cuándo o dónde porque eran nuevas, pero es algo que después descubrí que puede pasar con cierta música, ciertos libros, ciertas mujeres.
Las mujeres tienen un deslumbrante talento para la inocencia, o al menos para fingirla. Una semana después, cuando vi a Matilde, ella hizo como si nada. Yo hice lo mismo (torpe) pero se sentía una insalvable diferencia. Hablábamos menos y nos mirábamos más, nuestras manos solían encontrarse como por casualidad, pero siempre existió una barrera. Por mi parte mi patológica y estúpida timidez, pero por parte de ella es todo un misterio. Rechazó sin mayores explicaciones ni traumas a todo el que trataba de enamorarla, razón por la cual ya poco la veía en las serenatas. Conmigo nunca se atrevió a ir más allá, claro que tampoco me atreví yo. Excepto la última noche que la vi. Me enteré que se iba a Barranquilla (a adornar sus calles como dice la canción) y esa noche fuimos a darle serenata. Yo ya tenía alguna destreza en la guitarra y había ensayado una canción para ella así que comencé a cantar
“Perdona morenita que llegue a estas horas
A interrumpir tu sueño si es que estás dormida
Pero es que en esta noche siento que mi vida
Deambula por la calle un poco resentida
A ver si con mirarla puedo consolarla”
Después de que sonaran un par de canciones ella salió a la puerta como era tradición y yo me acerqué como era tradición también; pero esta vez ella no se quedó en la puerta, siguió avanzando hacia mí y yo no me detuve a decir nada, seguí avanzando hacia ella y sin ninguna palabra que nos estorbara nos sumergimos en un beso que atraviesa los kilómetros y los años. Un beso dado sin medir distancias. Puedo decir sin dramatismos que no soy de ninguna parte, una vida nómada me ha hecho así y no me enorgullezco ni me arrepiento de ello, es simplemente un hecho. Pero confieso que cuando a veces quiero sentirme de alguna parte me agrada sentirme guajiro. A veces me asalta la nostalgia por la amistad tosca, ruda, corroncha, sincera, completa de esa gente; por una parranda vallenata, con todo y gallina robada. No volví a ver a Matilde, alguna vez alguien me contó que la vio por Venezuela; sin embargo cuando pienso en ella se me borra la tristeza, la imagino caminando hacia mí y sonrío. Comprendo entonces que es natural, pues cuando Matilde camina, hasta sonríe la sabana.
Publicado 19th September 2010 por Carlos Garcia...
ALBORADA CORDOBESA
ALBORADA CORDOBESA
Por: Nabonazar Cogollo Ayala
Corría la segunda mitad de la década de los ochenta y cada madrugada entre las 5:30 y las 6:30 se escuchaba la voz alegre del locutor Ramiro Mendoza quien despertaba a Córdoba con su canto decimero y su algarabía regional, porque era mejor “coger el día por la punta”. Aquella cita diaria con las costumbres ancestrales de nuestra tierra, la leyenda y el dicho de monte, al son de los más inspirados porros y fandangos de los compositores criollos, dejaron una huella indeleble en el alma de los que un día tuvimos que partir en busca de oportunidades formativas y laborales. Al ya extinto programa radial Alborada Cordobesa, lo mismo que a su inmortal inspirador este sencillo pero emotivo reconocimiento.
¡VAMOS COMPAE LEVÁNTESE!
“¡Volvió, volvió y amaneció dijo el lechero de Arteaga... y del mismo lao!... ¡Vuelve el puerco y jala el cuero!; y aquí vamos como tres en el anca de un piojo, la gurupera corta, subiendo loma y la pechera partí´a!... ¡Pa´ adelante es que va la vaina y de todas maneras Viloria a la cárcel va!... de todas maneras. Hombe... empieza la semana; hoy es lunes de...”
De esta simpática forma empezaba cada día el programa de Mendoza, bendiciendo las frescas madrugadas del Sinú y el San Jorge con aquella retahíla de dichos de monte que a muchos resultaba incomprensible pero que provocaba las más espontáneas carcajadas en la mayoría de los radioescuchas. ¿Por qué? Porque ahí se hacía presente, de alguna manera nuestra tierra toda: Ahí estaba vivo y latente Córdoba, con su mentalidad colectiva y su picaresca inigualable. Con la lógica simple pero contundente de los raciocinios de sus campesinos y con la electrizante música de sus fiestas y corralejas. “¡Volvió y amaneció... Vamos compae levántese que hay que coger el día por la punta!” ¿A quién no estremecía aquel grito de batalla que se constituía en toda una afirmación de la propia identidad?
EL OTRO DÍA ME ENCONTRÉ...
Y continuaba el mago de la palabra y la oralidad cordobesa... “El otro día me encontré con Petronita, una amiga mía de allá del lao de Cereté. Y me dijo, oye Ramiro te voy a contá una cosa que me pasó pa´ que la cuentes en tu programa: Hombe resulta que los otros días me levanté más o menos hacia la media noche porque estaba más bien como desvelada y fui al tinajero a tomarme una bebida de valeriana. Pero... ¡Malhaya sea!...no había agua. Eso quedaba era un guarrú ahí. Entonces cogí un mechón pa´ salir al tinajero de la cocina, porque era noche oscura sin luna. Bueno. Yo me salí pa´ afuera con el mechón y me estaba tomando la valeriana al costado del horcón de la cocina cuando vi que por el caminito de la cerca de tuna venía una procesión de gente. Un poco de viejas, viejos y peladas iban pasando con unas velas prendías. ¡Mierda, a mí se me espelucó el cuerpo!... ¿Y esa vaina qué era? Bueno, pero yo, entre miedosa y animosa no me metí pa´ dentro y más bien empecé fue a reparar a la gente, a reparar a la gente y empecé a darme de cuenta que ahí iban unos conocidos míos. Yo decía pa´ entre mí... “Mira ahí va Fulanito de tal; allá va Menganito. Allá va la hija de Zutana... en fin”. Yo cogí confianza y me terminé la valeriana y me arrimé a la cerca de tuna del camino. Cuando estaba yo ahí parada pasó la procesión de gente por enfrente de mí con los mechones prendidos y una de esas conocidas mías se me acercó a saludarme y me dijo:
-¡Uehhhh Petronita!... ¿y qué es que no tienes sueño?
-¡Nombe!...aquí estoy toa desvelada... Ajá... ¿y ustedes pa´ dónde van?
-¡Esta es una procesión que me invitaron!... ¿Por qué no vienes con nosotros?... ¡Coge, te doy una vela pa´ que nos acompañes!
-¡No Mija, yo te agradezco pero yo voy es a dormir que ya me está dando sueño!
-¡Bueno!...guárdame la vela y me la das mañana... ¿Oíste?
¡Bueno! ¡Hasta mañana!
Al día siguiente bien tempranito me levanté y después de recoger los toldos y las camas de viento, barrer el patio y hacer los demás oficios, me acordé de la vela y la fui a ver. ¡Y era una canilla de muerto!... ¡Ay María Santísima si aquello que yo vide anoche era una procesión de brujas!... ¡Dios nos ampare y nos favorezca!... ¿tú puedes creer eso Ramiro?... ¡Una procesión de brujas!
-Hombe Petronita tú estuviste fue de buenas; no te llevaron porque estabas adentro del solar de la casa tuya y la casa es sagrada... ¡Por eso fue que no te llevaron! – le dije yo-
-¡Sí mano!...¡Y júralo! La Virgen de la Candelaria me iluminó. –Me decía la pobre-
-Hombe... ¡Estas son historias de nuestra tierra!”
Inmediatamente sonaba con estridente melodía la puya “La espuela del bagre” y después el porro “El Ratón” con su pegajosa cadencia.
EN EL 52 SE FORMÓ CÓRDOBA
Terminada la cortina musical continuaba el locutor: “Estamos en el mes de junio, un miércoles 18 de junio del año 52 se formó el Departamento de Córdoba... ¡Hombe compae eso sí fue grande!... Eso la gente en Montería se volvió loca: hubo maicena, salvas de artillería, comida, bailes de sala.... ¡Carajo! Eso se bailaba aquí y allá, en el parque, en la plaza... en fin. ¡Todo el mundo se la pasaba moviendo, moviendo la angarilla! ¡Eso se veía bailar el negro como si tuviera una espina de mora clavá en el talón! De Bogotá se vino el presidente en avión con la mujer, la primera dama. ¡El blanco grande se vino pa´ acá! ¡Imagínese usted cómo sería eso de importante!
El negro Dechamps –era chocoano el hombre-, formó la Banda Departamental y eso nada más se oía la retreta noche y día. ¡Eso sonaba el vals “Flores y perlas” y el Himno de Córdoba cada ratico, cuyas estrofas fueron escritas por el poeta ceretano Rafael Grandet Valverde! Al doctor Remberto Burgos Puche le dicen “el padre del Departamento de Córdoba”; porque a él más que todo fue al que le tocó peliá allá en Bogotá con toda esa gente de Bolívar en el Congreso que no querían que se creara el departamento... ¡Pero el hombre se paró como un verraco y echó la vaina pa´ adelante sin talanquera que la aguante! ... ¡Y aquí está el departamento oyendo el cuento!”...
Y acto seguido sonaba con la majestuosidad de su timbre el porro “María Varilla” y después “Soy Pelayero”, para rematar con “El binde”.
PEDRO ARDIMALAS
“Ahora vamos a contar un cuento de Pedro Ardimalas... ¡hombe ese vergajo sí era malo!... ¡más malo que la mula que patió a Dios! Cuanto estaba chiquito lo mandó la mae con una totuma a que le comprara dos chivos de mazamorra donde la Niña Zunilda, que tenía un ventorro en el otro caserío, pasando el caño. Y salió el puñetero por todo el camino -que era un barrial porque había llovido toda la noche-. El pelao iba repitiendo pa´ que no se le olvidara el mandao: “una totuma de mazamorra por dos chivos de cobre, una totuma de mazamorra por dos chivos de cobre...”. En esas iba cuando no se dio cuenta, pisó mal y ¡juápata!... se cayó dentro de un hoyo de barro y se puso negrito... ¡Del color de la tierra!
¡Mierda!... se me perdió el mandao aquí en este barrial... ¡Tengo que buscarlo pa´ ver si lo encuentro!
Y empezó Ardimalas a rebuscar por aquí y a escarbatar por allá, con la totuma bajo del sobaco y los chivos en el bolsillo del mocho de pantalón de lona. ¡Tengo que encontrar el mandado, tengo que encontrarlo! –decía-. Cuando ya tenía un buen rato de estar buscando el mandao, acertó a pasar por ahí un machetero viejo que venía del monte del lao de Manguelito, quien se lo quedó viendo y le dijo:
¡Ajá pelao!... ¿Y qué es lo que buscas tú ahí descalzo en ese barrial?
¡Nombe estoy buscando un mandao que la mae mía me mandó a hacer con esta totuma y estos dos chivos de cobre!...Pero no lo he encontrao.
¡Tú lo que estás buscando es cogé una mazamorra en el fango maluco ese!
¡Ahhh eso era lo que yo estaba buscando!... ¡la mazamorra!...Ya la encontré, me voy.
Y contento como al principio, salió Pedro Ardimalas del hoyo, embarradito de la tierra y se fue al ventorro a comprar la mazamorra del mandado”.
Una nueva cortina musical sellaba con broche de oro el relato picaresco. Esta vez se trataba del porro “El Pájaro”, seguido de “Fandango Viejo” y “La Mona Carolina”…
DESPEDIDA
El reloj había corrido rápidamente -quizás demasiado- y Alborada Cordobesa se acercaba a su final. “¡Bueno mi gente, esto se acabó!... Hasta mañana será otro día cuando con el dicho del lechero, el canto del gochó y el reclamo de la guacharaca, saludemos otra alborada. Porque no se les olvide, mis compadres y comadres: ¡Siempre es bueno coger el día por la punta!”.
Y luego de haber asistido a aquel delirante paseo por los senderos del folclor y la tradición oral de nuestra tierra, marchábamos a las diarias labores; felices y satisfechos por ser parte viva de un conglomerado culturalmente cohesionado llamado Córdoba. ¡Tierra de la leyenda, el mito y el gracejo! ¡Patria insomne del porro y el fandango que nunca mueren! Estas manifestaciones de nuestra idiosincrasia vivirán cada vez que el hombre cordobés se enfrente a los retos de la vida diaria, con la picaresca de su canto y con el garabato del apunte gracioso con el que aparta las matas del monte de la desidia y el aburrimiento; para cercenar los tallos, a fuerza de aquellos golpes de audacia, ingenio y creatividad que lo hacen inmortal y lo impulsan al infinito.
Por: Nabonazar Cogollo Ayala
Corría la segunda mitad de la década de los ochenta y cada madrugada entre las 5:30 y las 6:30 se escuchaba la voz alegre del locutor Ramiro Mendoza quien despertaba a Córdoba con su canto decimero y su algarabía regional, porque era mejor “coger el día por la punta”. Aquella cita diaria con las costumbres ancestrales de nuestra tierra, la leyenda y el dicho de monte, al son de los más inspirados porros y fandangos de los compositores criollos, dejaron una huella indeleble en el alma de los que un día tuvimos que partir en busca de oportunidades formativas y laborales. Al ya extinto programa radial Alborada Cordobesa, lo mismo que a su inmortal inspirador este sencillo pero emotivo reconocimiento.
¡VAMOS COMPAE LEVÁNTESE!
“¡Volvió, volvió y amaneció dijo el lechero de Arteaga... y del mismo lao!... ¡Vuelve el puerco y jala el cuero!; y aquí vamos como tres en el anca de un piojo, la gurupera corta, subiendo loma y la pechera partí´a!... ¡Pa´ adelante es que va la vaina y de todas maneras Viloria a la cárcel va!... de todas maneras. Hombe... empieza la semana; hoy es lunes de...”
De esta simpática forma empezaba cada día el programa de Mendoza, bendiciendo las frescas madrugadas del Sinú y el San Jorge con aquella retahíla de dichos de monte que a muchos resultaba incomprensible pero que provocaba las más espontáneas carcajadas en la mayoría de los radioescuchas. ¿Por qué? Porque ahí se hacía presente, de alguna manera nuestra tierra toda: Ahí estaba vivo y latente Córdoba, con su mentalidad colectiva y su picaresca inigualable. Con la lógica simple pero contundente de los raciocinios de sus campesinos y con la electrizante música de sus fiestas y corralejas. “¡Volvió y amaneció... Vamos compae levántese que hay que coger el día por la punta!” ¿A quién no estremecía aquel grito de batalla que se constituía en toda una afirmación de la propia identidad?
EL OTRO DÍA ME ENCONTRÉ...
Y continuaba el mago de la palabra y la oralidad cordobesa... “El otro día me encontré con Petronita, una amiga mía de allá del lao de Cereté. Y me dijo, oye Ramiro te voy a contá una cosa que me pasó pa´ que la cuentes en tu programa: Hombe resulta que los otros días me levanté más o menos hacia la media noche porque estaba más bien como desvelada y fui al tinajero a tomarme una bebida de valeriana. Pero... ¡Malhaya sea!...no había agua. Eso quedaba era un guarrú ahí. Entonces cogí un mechón pa´ salir al tinajero de la cocina, porque era noche oscura sin luna. Bueno. Yo me salí pa´ afuera con el mechón y me estaba tomando la valeriana al costado del horcón de la cocina cuando vi que por el caminito de la cerca de tuna venía una procesión de gente. Un poco de viejas, viejos y peladas iban pasando con unas velas prendías. ¡Mierda, a mí se me espelucó el cuerpo!... ¿Y esa vaina qué era? Bueno, pero yo, entre miedosa y animosa no me metí pa´ dentro y más bien empecé fue a reparar a la gente, a reparar a la gente y empecé a darme de cuenta que ahí iban unos conocidos míos. Yo decía pa´ entre mí... “Mira ahí va Fulanito de tal; allá va Menganito. Allá va la hija de Zutana... en fin”. Yo cogí confianza y me terminé la valeriana y me arrimé a la cerca de tuna del camino. Cuando estaba yo ahí parada pasó la procesión de gente por enfrente de mí con los mechones prendidos y una de esas conocidas mías se me acercó a saludarme y me dijo:
-¡Uehhhh Petronita!... ¿y qué es que no tienes sueño?
-¡Nombe!...aquí estoy toa desvelada... Ajá... ¿y ustedes pa´ dónde van?
-¡Esta es una procesión que me invitaron!... ¿Por qué no vienes con nosotros?... ¡Coge, te doy una vela pa´ que nos acompañes!
-¡No Mija, yo te agradezco pero yo voy es a dormir que ya me está dando sueño!
-¡Bueno!...guárdame la vela y me la das mañana... ¿Oíste?
¡Bueno! ¡Hasta mañana!
Al día siguiente bien tempranito me levanté y después de recoger los toldos y las camas de viento, barrer el patio y hacer los demás oficios, me acordé de la vela y la fui a ver. ¡Y era una canilla de muerto!... ¡Ay María Santísima si aquello que yo vide anoche era una procesión de brujas!... ¡Dios nos ampare y nos favorezca!... ¿tú puedes creer eso Ramiro?... ¡Una procesión de brujas!
-Hombe Petronita tú estuviste fue de buenas; no te llevaron porque estabas adentro del solar de la casa tuya y la casa es sagrada... ¡Por eso fue que no te llevaron! – le dije yo-
-¡Sí mano!...¡Y júralo! La Virgen de la Candelaria me iluminó. –Me decía la pobre-
-Hombe... ¡Estas son historias de nuestra tierra!”
Inmediatamente sonaba con estridente melodía la puya “La espuela del bagre” y después el porro “El Ratón” con su pegajosa cadencia.
EN EL 52 SE FORMÓ CÓRDOBA
Terminada la cortina musical continuaba el locutor: “Estamos en el mes de junio, un miércoles 18 de junio del año 52 se formó el Departamento de Córdoba... ¡Hombe compae eso sí fue grande!... Eso la gente en Montería se volvió loca: hubo maicena, salvas de artillería, comida, bailes de sala.... ¡Carajo! Eso se bailaba aquí y allá, en el parque, en la plaza... en fin. ¡Todo el mundo se la pasaba moviendo, moviendo la angarilla! ¡Eso se veía bailar el negro como si tuviera una espina de mora clavá en el talón! De Bogotá se vino el presidente en avión con la mujer, la primera dama. ¡El blanco grande se vino pa´ acá! ¡Imagínese usted cómo sería eso de importante!
El negro Dechamps –era chocoano el hombre-, formó la Banda Departamental y eso nada más se oía la retreta noche y día. ¡Eso sonaba el vals “Flores y perlas” y el Himno de Córdoba cada ratico, cuyas estrofas fueron escritas por el poeta ceretano Rafael Grandet Valverde! Al doctor Remberto Burgos Puche le dicen “el padre del Departamento de Córdoba”; porque a él más que todo fue al que le tocó peliá allá en Bogotá con toda esa gente de Bolívar en el Congreso que no querían que se creara el departamento... ¡Pero el hombre se paró como un verraco y echó la vaina pa´ adelante sin talanquera que la aguante! ... ¡Y aquí está el departamento oyendo el cuento!”...
Y acto seguido sonaba con la majestuosidad de su timbre el porro “María Varilla” y después “Soy Pelayero”, para rematar con “El binde”.
PEDRO ARDIMALAS
“Ahora vamos a contar un cuento de Pedro Ardimalas... ¡hombe ese vergajo sí era malo!... ¡más malo que la mula que patió a Dios! Cuanto estaba chiquito lo mandó la mae con una totuma a que le comprara dos chivos de mazamorra donde la Niña Zunilda, que tenía un ventorro en el otro caserío, pasando el caño. Y salió el puñetero por todo el camino -que era un barrial porque había llovido toda la noche-. El pelao iba repitiendo pa´ que no se le olvidara el mandao: “una totuma de mazamorra por dos chivos de cobre, una totuma de mazamorra por dos chivos de cobre...”. En esas iba cuando no se dio cuenta, pisó mal y ¡juápata!... se cayó dentro de un hoyo de barro y se puso negrito... ¡Del color de la tierra!
¡Mierda!... se me perdió el mandao aquí en este barrial... ¡Tengo que buscarlo pa´ ver si lo encuentro!
Y empezó Ardimalas a rebuscar por aquí y a escarbatar por allá, con la totuma bajo del sobaco y los chivos en el bolsillo del mocho de pantalón de lona. ¡Tengo que encontrar el mandado, tengo que encontrarlo! –decía-. Cuando ya tenía un buen rato de estar buscando el mandao, acertó a pasar por ahí un machetero viejo que venía del monte del lao de Manguelito, quien se lo quedó viendo y le dijo:
¡Ajá pelao!... ¿Y qué es lo que buscas tú ahí descalzo en ese barrial?
¡Nombe estoy buscando un mandao que la mae mía me mandó a hacer con esta totuma y estos dos chivos de cobre!...Pero no lo he encontrao.
¡Tú lo que estás buscando es cogé una mazamorra en el fango maluco ese!
¡Ahhh eso era lo que yo estaba buscando!... ¡la mazamorra!...Ya la encontré, me voy.
Y contento como al principio, salió Pedro Ardimalas del hoyo, embarradito de la tierra y se fue al ventorro a comprar la mazamorra del mandado”.
Una nueva cortina musical sellaba con broche de oro el relato picaresco. Esta vez se trataba del porro “El Pájaro”, seguido de “Fandango Viejo” y “La Mona Carolina”…
DESPEDIDA
El reloj había corrido rápidamente -quizás demasiado- y Alborada Cordobesa se acercaba a su final. “¡Bueno mi gente, esto se acabó!... Hasta mañana será otro día cuando con el dicho del lechero, el canto del gochó y el reclamo de la guacharaca, saludemos otra alborada. Porque no se les olvide, mis compadres y comadres: ¡Siempre es bueno coger el día por la punta!”.
Y luego de haber asistido a aquel delirante paseo por los senderos del folclor y la tradición oral de nuestra tierra, marchábamos a las diarias labores; felices y satisfechos por ser parte viva de un conglomerado culturalmente cohesionado llamado Córdoba. ¡Tierra de la leyenda, el mito y el gracejo! ¡Patria insomne del porro y el fandango que nunca mueren! Estas manifestaciones de nuestra idiosincrasia vivirán cada vez que el hombre cordobés se enfrente a los retos de la vida diaria, con la picaresca de su canto y con el garabato del apunte gracioso con el que aparta las matas del monte de la desidia y el aburrimiento; para cercenar los tallos, a fuerza de aquellos golpes de audacia, ingenio y creatividad que lo hacen inmortal y lo impulsan al infinito.
Re: CUENTOS COSTUMBRISTAS DE LA REGIÓN CARIBE(CÓRDOBA)
L’humain reste toujours imparfait
mais Dieu du vissage de la femme a fait
la plus merveilleuse beauté
qu’aucun artiste avant Dieu sculpterait
En matière de femme et anatomie
l’homme tombe par fois en amnésie
oubliant par fois qu’il est marié
et sont honneur est tout sauf bonifié
C’est ainsi que le cœur commande la raison
et même quand les obstacles font légion
nous souhaiterions dans la même maison
cette femme qu’éveille notre passion
Malgré que mon cœur devrait t’oublier
malgré que la raison interdit de t’aimer
à chaque fois que je te regarde le désir
pour toi grandi avec le plus grand plaisir.
C’est plus forte l’envie de ton corps
que les raison pour lesquelles j’ai tort
c’est avec la plus grade douleur
malgré que je suis toujours ton adorateur
à chaque fois le chemin du retour
me rende pour toi triste et songeur.
Sache que je vais t’aimer pour toujours
même s’il semble chose impossible
tu est la seule propriétaire de mon cœur
sans toi ma vie serait minable
Jamais personne pourra t’aimer
avec autant de passion que je t’aime
car tu est pour moi la première
qui maintienne ma mémoire plaine
Chaque fois que je te regarde
je sens mourir d’envie de toi
car je te trouve tellement belle
que j’aimerai mourir avec toi
Chaque fois que je te regarde
j’ai la seule envie que tu sois a moi
chaque minute que l’on perde
alimente d’avantage ma fois
Si tu été vraiment ma femme
je ne regarderai plus jamais ailleurs
car c’est toi qu’allume ma flamme
et pour moi tu est la meilleure
Tu a pour moi les plus beaux seins
en tout cas c’est eux que je préféré
comment de toi j’ai cette faim
passion qui me rends très fière.
Le plus heureux des humains.
Je trouve dans la couleur de tes yeux
la couleur véritable de l’amour
Je trouve dans la couleur de tes cheveux
plus d’intérêt que dans l’or
mais Dieu du vissage de la femme a fait
la plus merveilleuse beauté
qu’aucun artiste avant Dieu sculpterait
En matière de femme et anatomie
l’homme tombe par fois en amnésie
oubliant par fois qu’il est marié
et sont honneur est tout sauf bonifié
C’est ainsi que le cœur commande la raison
et même quand les obstacles font légion
nous souhaiterions dans la même maison
cette femme qu’éveille notre passion
Malgré que mon cœur devrait t’oublier
malgré que la raison interdit de t’aimer
à chaque fois que je te regarde le désir
pour toi grandi avec le plus grand plaisir.
C’est plus forte l’envie de ton corps
que les raison pour lesquelles j’ai tort
c’est avec la plus grade douleur
malgré que je suis toujours ton adorateur
à chaque fois le chemin du retour
me rende pour toi triste et songeur.
Sache que je vais t’aimer pour toujours
même s’il semble chose impossible
tu est la seule propriétaire de mon cœur
sans toi ma vie serait minable
Jamais personne pourra t’aimer
avec autant de passion que je t’aime
car tu est pour moi la première
qui maintienne ma mémoire plaine
Chaque fois que je te regarde
je sens mourir d’envie de toi
car je te trouve tellement belle
que j’aimerai mourir avec toi
Chaque fois que je te regarde
j’ai la seule envie que tu sois a moi
chaque minute que l’on perde
alimente d’avantage ma fois
Si tu été vraiment ma femme
je ne regarderai plus jamais ailleurs
car c’est toi qu’allume ma flamme
et pour moi tu est la meilleure
Tu a pour moi les plus beaux seins
en tout cas c’est eux que je préféré
comment de toi j’ai cette faim
passion qui me rends très fière.
Le plus heureux des humains.
Je trouve dans la couleur de tes yeux
la couleur véritable de l’amour
Je trouve dans la couleur de tes cheveux
plus d’intérêt que dans l’or
Gramophone- membre
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Age : 63
Localisation : joigny
Date d'inscription : 21/02/2009
Gratitud
hermoso!! gracias me siento halagada por tan bello sentir
Rayodesol- temporaire
- Nombre de messages : 4
Age : 54
Localisation : Cordoba
Date d'inscription : 21/09/2013
GABO INMORTAL <3
Al cumplirse un año, sin el Fundador del Realismo Mágico: Nuestro Nobel de Literatura Gabriel García Marquez y como fiel admiradora y seguidora de todas sus obras que plasman en cada verso nuestro bello Caribe, quiero a través de este blog, rendirle un pequeño homenaje al hombre que mundialmente dio a conocer las mágicas historias de nuestra bello litoral.
Ha sido cada palabra puesta en sus historias un motivo de orgullo para un país que brindó a su honor aquella vez que recibió el Nobel de Literatura vestido de liqui-liqui.
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A continuación algunas impresiones y recuerdos del escritor Paul Auster con respecto a nuestro Gabo:
UN RECUERDO
Era la primavera de 1970. Yo llevaba veintitrés años escri- biendo y traduciendo poemas, escribiendo ensayos y reseñas y también soñando que algún día fuera capaz de escribir novelas. Para ese entonces ya había leído a casi todos los maestros del siglo veinte Joyce y Proust, Kafka y Beckett, Faulkner y Nabokov, Fitzgerald y Céline y me estaba sintiendo un poco presionado. ¿Cómo es posible que una persona se pueda escapar de la sombra de esos gigantes?
Un día cualquiera leí una reseña muy entusiasta de una novela de un escritor de América del Sur cuyo nombre me era desconocido. En ese momento, hace treinta y siete años, comprar libros de pasta dura era una extravagancia que difícilmente podía pretender, pero mi curiosidad fue despertada de una manera tan fuerte que me lancé a la calle a comprar el libro. Comencé a leer Cien años de soledad en las primeras horas de la tarde y no pude dejarlo hasta que lo terminé de leer en ese mismo día por la noche. Tenía en mi poder algo nuevo y fresco y al mismo tiempo hipnotizador: una creación poética, una voz, una sensibilidad que no se parecía a nada de lo que había descubierto hasta entonces. Y esa novela de Gabriel García Márquez, traducida de manera magistral por Gregory Rabassa, contenía todas las virtudes de la escuela tradicional, las cuales pueden resumirse en una sola frase: el amor por el cuento.
Ese amor es el que genera placer en el lector, el sentido de asombro y alegría que nos cobija cada vez que tropezamos con uno de esos libros raros que cambian la manera como observamos el mundo, que nos exponen a las infinitas posibilidades de lo que un libro puede llegar a ser.
Todo lector apasionado ha tenido esa experiencia, y cada vez que sucede entendemos que los libros son un mundo aparte y que ese mundo es mejor y más rico que cualquiera otro que hayamos visitado con anterioridad. Ésta es la primera razón por la cual nos convertimos en lectores. Por eso es por lo que nos apartamos de las vanidades del mundo material y empezamos a amar los libros por encima de todas las cosas.
Y para finalizar no queda más que recordarlo con uno de sus millares de cuentos cortos, cuya narración plasma todo el sentir y esencia que lo hicieron único, por su humildad y sencillez, propio de nuestro Caribe Mágico.
Si por un instante Dios se olvidara de que soy una marioneta de trapo, y me regalara un trozo de vida, posiblemente no diría todo lo que pienso, pero, en definitiva, pensaría todo lo que digo. Daría valor a las cosas, no por lo que valen, sino por lo que significan.
Dormiría poco y soñaría más, entiendo que por cada minuto que cerramos los ojos perdemos sesenta segundo de luz. Andaría cuando los demás se detienen, despertaría cuando los demás se duermen, escucharía mientras los demás hablan, y cómo disfrutaría de un buen helado de chocolate…
Si Dios me obsequiara un trozo de vida, vestiría sencillo, me tiraría de bruces al sol, dejando al descubierto no solamente mi cuerpo, sino mi alma.
Dios mío, si yo tuviera un corazón… Escribiría mi odio sobre el hielo, y esperaría a que saliera el sol.
Pintaría con un sueño de Van Gogh sobre las estrellas un poema de Benedetti, y una canción de Serrat sería la serenata que le ofrecería a la luna.
Regaría con mis lágrimas las rosas, para sentir el dolor de sus espinas, y el encarnado beso de sus pétalos…
Dios mío si yo tuviera un trozo de vida… No dejaría pasar un solo día sin decirle a la gente que quiero, que la quiero. Convencería a cada mujer de que ella es mi favorita y viviría enamorado del amor.
A los hombres, les probaría cuán equivocados están al pensar que dejan de enamorarse cuando envejecen, sin saber que envejecen cuando dejan de enamorarse.
A un niño le daría alas, pero dejaría que él solo aprendiese a volar. A los viejos, a mis viejos, les enseñaría que la muerte no llega con la vejez sino con el olvido.
Tantas cosas he aprendido de ustedes los hombres… He aprendido que todo el mundo quiere vivir en la cima de la montaña sin saber que la verdadera felicidad está en la forma de subir la escarpada.
He aprendido que un hombre únicamente tiene derecho a mirar a otro hombre hacia abajo, cuando ha de ayudarlo a levantarse.
Son tantas cosas las que he podido aprender de ustedes, pero finalmente mucho no habrán de servir porque cuando me guarden dentro de esta maleta, infelizmente me estaré muriendo..._GABO_
Ha sido cada palabra puesta en sus historias un motivo de orgullo para un país que brindó a su honor aquella vez que recibió el Nobel de Literatura vestido de liqui-liqui.
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A continuación algunas impresiones y recuerdos del escritor Paul Auster con respecto a nuestro Gabo:
UN RECUERDO
Era la primavera de 1970. Yo llevaba veintitrés años escri- biendo y traduciendo poemas, escribiendo ensayos y reseñas y también soñando que algún día fuera capaz de escribir novelas. Para ese entonces ya había leído a casi todos los maestros del siglo veinte Joyce y Proust, Kafka y Beckett, Faulkner y Nabokov, Fitzgerald y Céline y me estaba sintiendo un poco presionado. ¿Cómo es posible que una persona se pueda escapar de la sombra de esos gigantes?
Un día cualquiera leí una reseña muy entusiasta de una novela de un escritor de América del Sur cuyo nombre me era desconocido. En ese momento, hace treinta y siete años, comprar libros de pasta dura era una extravagancia que difícilmente podía pretender, pero mi curiosidad fue despertada de una manera tan fuerte que me lancé a la calle a comprar el libro. Comencé a leer Cien años de soledad en las primeras horas de la tarde y no pude dejarlo hasta que lo terminé de leer en ese mismo día por la noche. Tenía en mi poder algo nuevo y fresco y al mismo tiempo hipnotizador: una creación poética, una voz, una sensibilidad que no se parecía a nada de lo que había descubierto hasta entonces. Y esa novela de Gabriel García Márquez, traducida de manera magistral por Gregory Rabassa, contenía todas las virtudes de la escuela tradicional, las cuales pueden resumirse en una sola frase: el amor por el cuento.
Ese amor es el que genera placer en el lector, el sentido de asombro y alegría que nos cobija cada vez que tropezamos con uno de esos libros raros que cambian la manera como observamos el mundo, que nos exponen a las infinitas posibilidades de lo que un libro puede llegar a ser.
Todo lector apasionado ha tenido esa experiencia, y cada vez que sucede entendemos que los libros son un mundo aparte y que ese mundo es mejor y más rico que cualquiera otro que hayamos visitado con anterioridad. Ésta es la primera razón por la cual nos convertimos en lectores. Por eso es por lo que nos apartamos de las vanidades del mundo material y empezamos a amar los libros por encima de todas las cosas.
Y para finalizar no queda más que recordarlo con uno de sus millares de cuentos cortos, cuya narración plasma todo el sentir y esencia que lo hicieron único, por su humildad y sencillez, propio de nuestro Caribe Mágico.
LA MARIONETA DE TRAPO
Si por un instante Dios se olvidara de que soy una marioneta de trapo, y me regalara un trozo de vida, posiblemente no diría todo lo que pienso, pero, en definitiva, pensaría todo lo que digo. Daría valor a las cosas, no por lo que valen, sino por lo que significan.
Dormiría poco y soñaría más, entiendo que por cada minuto que cerramos los ojos perdemos sesenta segundo de luz. Andaría cuando los demás se detienen, despertaría cuando los demás se duermen, escucharía mientras los demás hablan, y cómo disfrutaría de un buen helado de chocolate…
Si Dios me obsequiara un trozo de vida, vestiría sencillo, me tiraría de bruces al sol, dejando al descubierto no solamente mi cuerpo, sino mi alma.
Dios mío, si yo tuviera un corazón… Escribiría mi odio sobre el hielo, y esperaría a que saliera el sol.
Pintaría con un sueño de Van Gogh sobre las estrellas un poema de Benedetti, y una canción de Serrat sería la serenata que le ofrecería a la luna.
Regaría con mis lágrimas las rosas, para sentir el dolor de sus espinas, y el encarnado beso de sus pétalos…
Dios mío si yo tuviera un trozo de vida… No dejaría pasar un solo día sin decirle a la gente que quiero, que la quiero. Convencería a cada mujer de que ella es mi favorita y viviría enamorado del amor.
A los hombres, les probaría cuán equivocados están al pensar que dejan de enamorarse cuando envejecen, sin saber que envejecen cuando dejan de enamorarse.
A un niño le daría alas, pero dejaría que él solo aprendiese a volar. A los viejos, a mis viejos, les enseñaría que la muerte no llega con la vejez sino con el olvido.
Tantas cosas he aprendido de ustedes los hombres… He aprendido que todo el mundo quiere vivir en la cima de la montaña sin saber que la verdadera felicidad está en la forma de subir la escarpada.
He aprendido que un hombre únicamente tiene derecho a mirar a otro hombre hacia abajo, cuando ha de ayudarlo a levantarse.
Son tantas cosas las que he podido aprender de ustedes, pero finalmente mucho no habrán de servir porque cuando me guarden dentro de esta maleta, infelizmente me estaré muriendo..._GABO_
Rayodesol- temporaire
- Nombre de messages : 4
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Localisation : Cordoba
Date d'inscription : 21/09/2013
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